sábado, 20 de febrero de 2016

LA ORACIÓN

Colaboración de Paco Pérez
El hombre no ha comprendido de manera correcta, desde el comienzo, qué papel corresponde a cada uno de los elementos que Dios puso en el conjunto de la Creación. Por esa incomprensión habitual el comportamiento que manifestamos deja mucho que desear porque nos aleja, de manera sistemática, de lo que Él desea que hagamos. Desde el principio Él fue encauzando nuestro caminar, ha sido un proceso lento y adaptado a las personas y a los tiempos.

Esa relación que debemos tener los hombres con Dios queda dibujada en el relato del diálogo que mantiene Abraham con Él cuando ese hombre rudo recibe unos encargos del Padre y él, guiado por su fe, confía de manera total y no le falla. Como recompensa por su fidelidad recibe la promesa de tener una familia gigantesca, él sabía que su mujer era estéril y, a pesar de ello, sigue confiando en Dios. Para los hombres del S. XXI… ¿Es una prueba suficiente de que el hombre no puede entender nunca lo que Dios hace y que por ello no puede dejar de confiar en Él?
Con el paso de los años Dios da el paso definitivo para establecer cómo deben tratarse los hombres y para ello nos envió a Jesús. La manifestación pública del mensaje de Jesús no encontró en ellos la respuesta acertada, incluso sus discípulos no lo entendían, esta realidad le hacía pasar por momentos difíciles, sentirse mal y, cuando le ocurría esto, Él se retiraba a los lugares solitarios… ¿Para qué?
Para meditar, acercarse al Padre, buscar su ayuda, contarle lo que le ocurría, sentirse protegido por Él, es decir, REZARLE… ¿Esta práctica de Jesús puede servir al hombre como camino para comprender cómo debemos ORAR?
Debería serlo pues, cuando subió al monte, fue porque se sintió abandonado por todos y buscaba el respaldo del Padre. En esa situación ocurrió la transfiguración y, al presenciarla sus discípulos, éstos tuvieron ya la respuesta para sus dudas pues la nula comprensión que habían tenido de sus enseñanzas se transformó en luz. Ellos quedaron impresionados pero no dieron en aquellos días testimonio de lo que habían presenciado, además, en aquellos momentos no habrían sabido explicarlo porque el mensaje de la visión fue demasiado elevado para ellos.
Jesús, a diario, tenía un comportamiento muy sencillo y por eso nadie podía ver en Él su doble condición de hombre e Hijo de Dios. Por la segunda tuvo la ventaja de conocer los secretos del Padre y esa experiencia le hizo ser un hombre dedicado de lleno a proclamar que “Dios era el Padre de todos” y que debíamos luchar por alcanzar su “reino”. Su enseñanza diaria era práctica y nos debería servir como camino; de Él debemos aprender, de una vez y para siempre, que Dios no es un concepto teórico y sí una experiencia de vida que nos fue regalada durante su vida pública.
El error que cometemos es que teorizamos mucho sobre el hecho religioso y después hacemos pocas cosas prácticas y Jesús se caracterizó por todo lo contrario.
Nos enseñó cómo debíamos buscar a Dios y lo hacía retirándose a lugares solitarios. Allí, en silencio, escuchaba los mensajes del Padre, ahí estaba su fuente inspiradora. Para conseguir esa línea de comunicación con el Padre hay que empezar por confiar totalmente en Él pues entonces seremos hombres liberados de las tradiciones y costumbres del lugar o de los modelos rígidos que nos han inculcado desde el pasado, le seremos fieles y tendremos algo bueno que ofrecer a los demás.
Los judíos lo tenían todo programado en el tiempo, incluso cuando tenían que rezar, pero para Jesús lo importante no estaba en hacerlo siempre a una hora y en un lugar sino en buscar, en el acto de REZAR, el encuentro íntimo y silencioso con el Padre. Este acto no lo podemos convertir en una obligación más de cada día, además del trabajo. Debe ser un encuentro deseado en el que recibamos la fuerza para caminar sin desviarnos. Nuestra oración diaria la haremos con sencillez; en soledad, para que no haya testigos; sin gestos o palabras rebuscadas en los rituales; sin buscar que los demás vean que somos muy religiosos y buenos y sin engañarnos a nosotros mismos.
Cuando nos presentemos ante Dios deberemos saber que Él conoce perfectamente y en cada momento qué necesitamos y qué no. Si meditamos sobre las cosas que nos ocurren es posible que logremos ver con claridad su intervención y entonces deberemos comprender, cuando nos sintamos no correspondidos, que en algo habremos fallado o que se escapa de nuestras posibilidades el ver dónde está la causa y el por qué. Pensemos que Él siempre quiere para nosotros lo mejor y que nunca irá en contra nuestra.
El comportamiento que cada hombre tenga durante su vida será quien determine su futuro en las cosas de Dios. Los hay que sólo se preocupan de llevar una vida licenciosa y sin sacrificios, teniendo como meta las cosas terrenales… ¿Qué recibirán después?
Según San Pablo, ese proceder los llevará a la perdición. En nuestras manos está el caminar de una forma u otra.




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