viernes, 25 de enero de 2019

EL ESPLENDOR DE SAN ESTEBAN


Colaboración de Manuel Sánchez García
Este texto es un resumen del libro “Sinfonía de la mañana”, Volumen 1, cuyo autor es Martín Llade.
Reutter le llamó a su despacho tras la misa, lo que no era augurio de nada bueno. Normalmente, cuando requería a alguno de los muchachos del coro ante sí era para descolgar la vara de abedul que pendía bien visible de la pared tras su escritorio y proceder al correspondiente correctivo disciplinario. Él mismo lo había probado en muchísimas ocasiones, una de ellas, curiosamente, a instancias de la Emperatriz María Teresa. Visitaba la soberana catedral cuando lo vio columpiándose sobre los andamios de unas obras recientes que estaban teniendo lugar en la fachada, a diez metros del suelo:
-Que le den una paliza a ese desgraciado- clamó María Teresa.

Y Reutter procedió entre risas, diciéndole que le aplicaba el castigo por imperativo imperial. Supuso que en esta ocasión le llamaba para responder por una rata que había introducido en las cocinas, provocando el pánico entre las criadas al servicio del cabildo. Sin embargo, Reutter lo recibió con una amable sonrisa, algo tan inhabitual en su rostro que parecía que fuera a rasgársele la piel en torno a las comisuras de los labios. Casi como si se la hubieran introducido en la cara a golpe de martillo.
El maestro le ofreció unas pastas y le preguntó cómo se encontraba. Repuso que bien. La vara parecía apuntarle, medio curvada, desde las dos alcayatas sobre las que reposaba, como anunciándole su inminente descenso de las alturas. Reutter le acarició la cabeza:
-Eres un diablillo, muchacho- le dijo-.
Pocas veces me ha dado tantos dolores de cabeza ningún cantor. Pero tampoco he escuchado a muchos diablillos con voz de querubín… ¿Y sabes lo más triste de todo eso?
Que intuyo un gran músico en ti, lo que es una lástima que no se lleve a buen término. 
¿Acaso iban a expulsarle directamente por lo de la rata?
Por si acaso no se atrevió a citar el episodio. De hecho, no dijo una palabra.
Si tanto le gustaba su voz a Reutter lo mejor era hacerla sonar lo menos posible, para que no fuera a cambiar de opinión. Y es que si eso le servía como comodín contra las travesuras trataría de emplearlo de la mejor manera posible.

-Es una lástima- prosiguió el maestro- que tanto muchacho talentoso pase por Kapellhaus y tenga que marcharse al cabo del tiempo. Te entristecería que te contase alguna que otra historia de quienes trabajaron con nosotros.
Como no quería entristecerse, no preguntó por ellos, pero le picaba la curiosidad.
Reutter prosiguió. Le cito varios nombres que nada le decían de antiguos cantores que un día tuvieron que marcharse de allí con las manos en los bolsillos, con apenas un par de zapatos que no tardarían en romperse, sin lugar donde dejarse caer. Porque la música apenas daba para vivir a quienes habían perdido el más hermoso y temporal de los dones que otorga Dios, explicó. Y así, todos aquellos jóvenes habían pasado de brillar con luz propia en las interpretaciones de las misas de San Esteban a ejercer como mozos de cuadra, porqueros u otros oficios que el decoro le impedía nombrar:
-Pero si aprendieron a tocar algún instrumento- acabó preguntando al fin el niño… ¿No pudieron trabajar en ninguna orquesta?
Reutter meneó la cabeza. ¿Orquestas? ¿Y qué diferencia había entre servir vino o el cocido a un noble que tocar el violín o el violonchelo para él?
Ninguna. El salario era más o menos el mismo, se llevaba igualmente la libreta de la servidumbre y apenas había tiempo más que para aprenderse las partituras del siguiente concierto.
- En cambio- le explicó-, hay quienes se quedan con nosotros para siempre y dan brillo y esplendor a San Esteban.
Y ahí le citó algunos nombres que le sonaron más. Y no quiso nombrar los de un puñado de ingratos que, tras la formación recibida, acabaron marchándose a buscar fortuna a otros países, convertidos en célebres cantantes de ópera. La mención de esta palabra en sus propios labios hizo que Reutter se llevase la mano a la nariz.
-¿Qué me dices?- le preguntó al fin-. ¿No te gustaría seguir aquí para siempre? ¿Ser uno de los pilares vocales de nuestra institución? ¿Cantarle a Dios ya no con voz de querubín sino de arcángel? 
Miró detenidamente la vara. Parecía deshilachada en la punta, acaso del reiterado uso. Se preguntó si permanecer allí implicaría seguir siendo sometido a su imperio. Pero la perspectiva le halagaba. Vivir consagrado a la música había sido su sueño desde que el párroco de Hainburg visitase su pueblecito natal dos años atrás y se fijara en él. Desde entonces le habían enseñado a tocar el violín y el teclado en San Esteban y deseaba poder aprender más. Sin duda alguna, allí podría hacerlo. Acabó diciendo que sí.
Reutter, muy satisfecho, le emplazó a una fecha, dos semanas después, para un pequeño trámite. Eso sí, le rogó que no lo comentara con ninguno de sus compañeros, ni siquiera con su hermano. Si se sabía que era uno de los elegidos despertaría envidias y recelos y no deseaban eso. Asintió.
Luego se paró a pensar en quiénes serían los elegidos. Y los reconoció de inmediato. Eran muchachos algo mayores con los que apenas tenía trato. Acudían a los ensayos y luego se marchaban sin hacer ruido. Hablaban solo entre sí y a veces se echaban a reír como si fueran niñas. Ahora que lo pensaba había quien se refería a ellos como “los ángeles”. Aunque también otros compañeros suyos maledicentes se referían a ellos con un apelativo nada halagüeño. Quizás estos últimos fueran aquellos envidiosos a los que se refería el maestro, los que estaban destinados a acabar de mozos de cuadra o algo peor. 
También cayó en la cuenta de que estos otros cantores debían ser los del picotazo del pato. La verdad es que hasta el momento él había dudado de la existencia de aquel pato salvaje que, se decía, guardaban en el establo de la Kapellhaus, cuya mordedura era tan brutal que dejaba secuelas incurables. Parece ser que dicho pato poseía algún tipo de poder curativo- quizás esa no fuera la palabra-, o mágico, capaz de evitar el deterioro vocal logrando para que uno conservara la pureza cantora de por vida. Se echó a temblar al pensar que acaso el trámite sin importancia al que se refería Reutter fuera aquel, pero luego, seducido por una vida de oropel, trató de imaginar su futuro. Y se veía allí al cabo de veinte o treinta años como el más destacado cantor de San Esteban. ¿O acaso no acabaría sus días en Venecia o Londres como famoso cantante de ópera, traicionando la confianza del maestro para hacerse rico y famoso?
Llegó el día y Reutter lo llamó a él tras el desayuno y a otros tres de sus compañeros. Los llevaron a un despacho de la Kapellhaus que los otros no conocían pero él sí. Era la enfermería, donde una vez tuvo que ser atendido tras pelearse a puñetazos con otros dos cantores mayores que él. A ellos los había dejado malparados con el arco de su violín, que quedó inservible. Reutter esperó a que sanase de sus heridas para sacudirle como a una estera. Pero mereció la pena porque se hizo respetar, y es que habían intentado cortarle la coleta de su peluca nueva. Llamaron al primero de los muchachos, que entró en la sala. Escucharon al cabo de unos minutos llantos desconsolados. Luego, sonó otra puerta dentro, que se abría y se cerraba. Al parecer, no le verían salir aún. Le llamaron a él. Para su sorpresa, allí dentro no había ningún pato, sino el cirujano de la Kapellhaus. Le aguardaba con sus útiles sobre una mesilla y un barreño de agua caliente.
-Túmbate en la mesa- le dijo. Y fue a hacerlo, pero en esto se escuchó un gran estruendo fuera. El cirujano se fue a asomar y casi fue derribado por la figura que entró en la estancia. El recién llegado llevaba un gran abrigo negro empapado en lluvia y sacudió como un peral al hombre. 
¿Qué le habéis hecho, bárbaros? ¿Qué le habéis hecho? 
Al verle, soltó al cirujano y lo levantó de la camilla.
-Hijo mío- exclamo Mathias Haydn-. ¿Qué te han hecho? 
Dímelo y los mato, dímelo.
Era cierto que Reutter le había dicho que no dijera nada a nadie, pero no pudo evitar escribir una carta a su padre donde le relataba que muy pronto iba a tener una voz de arcángel y se quedaría allí para siempre. Mathias le pasó la mano sobre el hombro, cubriéndolo con su abrigo. Le llevó a la salida. En un rincón del pasillo, Reutter yacía encogido, temblando como la rata que Joseph capturase para introducirla en la cocina.
-¡Como se os ocurra siquiera la idea de tocarle un pelo a mi hijo os mataré!- masculló entre dientes Mathias, a lo cual, Reutter asintió nerviosamente. 
Joseph y su padre se marcharon.
-¿Pero por qué ibas a dejar que te hicieran eso?- le preguntaba una y otra vez el padre.
-Yo quería ser un gran músico… -musitaba él, sintiendo, sin saber por qué, una repentina vergüenza.
-Y lo serás- le dijo su padre- pero no de esta manera. 
Muchos años después, convertido ya en un gran compositor, Joseph Haydn visitaría al castrato Rauzzini en Londres y al contemplar su rostro no dejó de advertir en él una expresión entre infantil y avejentada que le recordó inexorablemente las caritas de los otros dos muchachos que dejó en aquel banco, al fondo del pasillo, aguardando, con un entrechocar de rodillas, un destino del que él fuera sustraído en el último momento.
La práctica de castrar a aquellos muchachos dotados de mejor voz antes de que se produjese la muda, era todavía corriente en muchas cortes de Europa a mediados del siglo XVIII. La catedral de San Esteban no era una excepción y Haydn estuvo a punto de ser sometido a la aberrante operación. Pero como tuvo la ocurrencia de comunicárselo por carta a su padre, aunque los responsables de San Esteban se lo habían prohibido, Mathias Haydn se presentó a tiempo de evitar aquella tropelía. Años después Haydn visitaría el castrato Rauzzini en Londres y no es descabellado que eso le hiciera rememorar aquel episodio de su infancia.

No hay comentarios:

Publicar un comentario