viernes, 13 de diciembre de 2013

LA MATANZA

Colaboración de Paco Pérez
Capítulo II
Ahora vamos a viajar hasta el pasado reciente de nuestro pueblo para recordar todos los movimientos que se hacían para engordar el “marrano” que se mataría al año siguiente, éstos comenzaban desde el momento en el que se acababan las labores de la “matanza”.
Hay una frase muy popular que dice: [Del marrano me gustan hasta sus andares].

En algunas casas, sobre todo en los cortijos, había “marranas de cría” y en las familias humildes, la mayoría, no era posible. Quienes no tenían “marranas” ahorraban para comprar los “lechones”, ya destetados, a los criadores o a los particulares que estaban sobrados de alguno y así éstos ya sólo tenían que empezar los cuidados del “engorde” cuando éste empezaba a alimentarse de otra forma.
A la vivienda del cerdo se le llama “cochinera” o “zahúrda” y solía estar en la parte final de la casa, en el corral, para que los malos olores que desprendían afectaran lo menos posible a la familia y vecindad. Algunas casas cerdunas estaban muy bien acondicionadas, eran construidas con ladrillos y tenían tejado, ventanilla y puerta. Ésta tenía dos banderas superpuestas y este detalle tenía una sencilla explicación: la bandera inferior siempre estaba cerrada para impedir que se saliera el animal y se comiera las gallinas o las plantas del jardín y la superior siempre estaba abierta, para la ventilación y la luz.
Quienes no tenían buena economía le hacían unos cortados al raso y de ahí que cuando llovía se formara ese fangal en el lugar donde estaban. En el suelo de las “cochineras” siempre se esparcía paja para que les sirviera de cama, ésta se renovaba cada cierto tiempo y se echaban esos restos -una mezcla formada por la paja, los orines y los excrementos- en el estercolero que había en todas las casas.
Como eran épocas de penuria económica pues la fase del engorde se conseguía mejor si el animal era llevado al campo para que recorriendo pastizales y rastrojos comieran lo que había esparcido por ellos después de la recogida de la mies en verano y para que las carnes se hicieran de manera, no como ahora que no andan. Al amparo de esta necesidad, y para que fuera más rentable a los dueños de los lechones, nació la profesión de “porquero”. En nuestra niñez alcanzó  mucha fama un señor que vivía en la calle Miguel Torres y que era conocido como Antonio Corona. Este buen hombre recorría por las mañanas las calles del pueblo y al pasar por ellas las familias le echaban los cerdos, él los llevaba a los pilares y, desde allí, ya se encaminaban hasta el campo. En él estaban todo el día, hasta que llegaba la hora de regresar por la tarde y entonces emprendía el camino inverso. Hay que resaltar como curiosidad el hecho de que los animales, al pasar por la puerta de la casa de su dueño, sin que nadie se lo indicara, se separaban de la manada y entraban en ella.
Este paso de los animales por las calles ocasionaba que éstos depositaran sus excrementos en el empedrado de ellas, lo que ocasionaba que las mujeres tuvieran que barrer las puertas con cierta frecuencia. Ninguna se quejaba y todo se veía con normalidad.
¿Quién aguantaría ahora que los “marranos” ajenos se cagaran en nuestras puertas?
Una vez en la casa los dueños les echaban un pequeño refuerzo alimentario para ir sosteniéndolos hasta que, unos meses antes del sacrificio, ya empezaban a darles más alimentación. Entonces sí lo cuidaban ya con mimo y esmero, era puro egoísmo pues si lo trataban ahora como si fuera un miembro más de la familia era para que se convirtiera, unos meses después, en el alimento y sostén de ella durante todo el año.
Los jóvenes creerán que soy mentiroso y los que tenemos unas cuantas canas, mi caso, sabemos que todo esto es cierto. Sin necesidad de ser orientadas por economistas, las amas de casa se ganaban su sueldo sin tener que salir de casa. Este ejemplo no es el todo, es una parte.  
Unos días antes de matar al animal, las mujeres comenzaban a preparar los utensilios que se necesitaban en la MATANZA: mesa para matarlo; gamellón, un cajón de madera rectangular de un palmo de altura y con las tablas muy bien unidas para que el agua hirviendo no se escapara al pelarlo después de muerto con una chapa metálica fuerte a la que llamaban raspador –ahora se hace con soplete y en unos minutos; calderas de cobre donde hervir el agua, donde cocer la cebolla o para cocer las morcillas; cajón de salar los jamones y los tocinos; camal para colgar el cerdo al frío de la noche; sogas; cubas metálicas; sartenes y peroles donde cocinar los chorizos que se conservaban en aceite y los “costillares” y “tocinos” en adobo; orzas para guardar los productos cocinados; lebrillos para mezclar los productos que formaban las recetas de los butifarras, chorizos, morcillas, rellenos y salchichones; máquina de moler la cebolla y la carne, también se usaba para llenar las tripas de los embutidos y máquina de embutir morcillas.
También era obligatorio el preparar con antelación el “testamento”, nombre popular con que era conocido el conjunto de las especies que eran necesarias para la posterior elaboración de los embutidos y el adobado.
En casa de mi abuela Rosa Antonia, al haber tienda, las matanzas se repetían con una frecuencia enorme y yo disfrutaba con el trajín que allí se montaba. Recuerdo como los bromistas de mi tíos, Pascual y Juan, me iban anunciando, unos días antes, que ya iba a comenzar la “matanza”, sería mi primera experiencia en directo, y lo hacía para reírse conmigo en el momento de matar el marrano. Ellos me hicieron creer que me necesitaban mucho para hacer un trabajo de gran importancia y que sólo podían hacerlo los niños, tenía que comenzarlo en el momento en que el animal era apuñalado en el cuello por el “matarife”, el inolvidable JoséEl lobo”, y acababa cuando moría. Esa labor consistiría en estar “moviéndole el rabo al cerdo” mientras éste tuviera vida porque así daría bien la sangre, si paraba un momento no la daría toda y entonces se harían menos morcillas.
El día de marras dormí en casa de la abuela, era de noche todavía y ya tocaron diana. La mesa de matar ya la tenían puesta junto al sumidero y el gamellón próximo para, después de muerto, depositarlo en él y pelarlo. Desayunamos y empezamos a  animar el fuego con los palos, pusieron la trébede encima de él, la caldera la colocaron sobre ella, la llenaron de agua y ya aparecieron las primeras luces del día. Las personas contratadas, las “matanceras” y el “matarife, para hacer el trabajo llegaron y entre ellos, con la capacha de sus arreos de matar a cuestas, el graciosísimo José.
Cuando todo estuvo preparado trajeron al animal, lo tumbaron y le ataron las patas mientras daba los típicos lamentos “gorrinos”, lo subieron a la mesa, estaba bien sujetado por mis tíos, José y yo comenzamos nuestra labor, el pobre animal daba unos estremecedores lamentos y la “matancera” movía con la mano la sangre que caía en un lebrillo grande y de color marrón.
Yo hacía mi función sin parar, me sentía en ese momento muy importante y el animal, cuando ya estaba a punto de morir, hizo sus necesidades mayores sin avisarme y comenzó a mearse y a cagarse en presencia de todos. Como mi mano diestra se encontraba muy próxima a la zona de defecación pues fue inevitable que se impregnara de un blando elemento conocido con el nombre popular de “mierda de cerdo”.
Mi reacción fue inmediata, solté el rabo y me aparté de allí de inmediato y los mayores presentes, que estaban esperando ese momento, soltaron una enorme carcajada.
Me despedí del empleo en aquel mismo instante, me fui a las oficinas y pedí el finiquito. La verdad es que fue muy divertida la broma.
Asimilé bien la lección y, en el futuro, sólo aparecía cuando el veterinario, D. Alfonso Valdivia Duro, había analizado las muestras de los animales.
¿Por qué entonces y no antes?
Porque como aprendí sin maestro que al rabo no había que darle vueltas pues me aficioné a la otra enseñanza que me dieron aquel primer día, aparecer cuando los resultados del análisis de la carne dijeran que ya se podían cortar trozos de carne al marrano, echarlos a las ascuas y comerlos con pan de moños, tierno y crujiente. A estos trozos de carne le llamaban los mayores “chicharras”… ¡¡¡Qué ricas estaban!!!
El primer día de matanza se dedicaban las mujeres a llorar un poco y es verdad lo que digo, no lo hacían de dolor y sí porque tenían que pelar un montón de cebollas. Acabada esta labor la troceaban, la cocían en la caldera, la depositaban en una canasta de mimbre, le ponían encima una tapadera de madera y, sobre ella, bastante peso para que eliminara la cebolla el agua.
Las tripas del marrano se aprovechaban y, como es lógico, había que hacerles un lavado a fondo con agua, sal y vinagre.
Las tripas más gordas se dedicaban a las morcillas o al relleno y las más delgadas a los chorizos. Las dedicadas al relleno se inflaban y se colgaban hasta que se llenaban, era la manera que tenían de conservarlas.
También había que pelar un montón de ajos y en esta labor sí que me hacían currar con una navajilla, sentado en una mesa de cocina que había junto a la chimenea y con una caja de cartón pequeña para guardar los que ya había limpiado.
Cuando las labores de preparación ya estaban acabadas pues se empezaba a mezclar los ingredientes de cada receta con una pala de madera, por separado y en lebrillos distintos. Acabadas las masas se tapaban los lebrillos con paños para evitar que le pudieran caer elementos extraños.
Hacían dos clases de morcilla y cada una tiene un paladar característico y unos ingredientes propios:
1.- La de CEBOLLA se elaboraba con cebolla, sangre, sal, manteca y especies.
Se comía como ingrediente del cocido, frita y conservada en seco o en aceite… En fin, está buena a cualquier hora, en el campo cogiendo aceituna o en la casa con pan y aceite.
2.- La EXTREMEÑA es elaborada con sangre, sal, orejas, caretas, hígado, riñones y especies. Esta especialidad se embutía después de que los ingredientes se hubieran cocido y mezclado, por eso no se cocían después.
Antes de hacer el embutido a las tripas se le ataba uno de sus extremos con un trozo de cuerda de cáñamo, la parte libre de la tripa se introducía en un embudo que estaba soldado a un cilindro de latón, se llenaba de masa y en él se introducía una pieza de madera cilíndrica que iba acoplada a un brazo de madera, largo, y con él se hacía un empuje vertical para que dicha masa saliera presionada hacia la tripa. Una vez llena se ataba el extremo abierto con la otra parte libre de la cuerda, con un alfiler de cabeza negra se pinchaba la tripa repetidas veces para que al cocerla no se rompiera y, finalmente, se depositaba el conjunto en un lebrillo.
Otras “matanceras” iban cociendo las morcillas terminadas en la caldera y, cuando las sacaban, las colgaban en unas cañas para que se fueran oreando con el calor que desprendía la lumbre de palos del fogón. Unos días después, para evitar que se enflorecieran, las limpiaban con un trapo impregnado en aceite y las colgaban en el interior de la chimenea para “ahumarlas” y “secarlas”, método de conservación tradicional.
Se trabajaba desde el amanecer hasta bien entrada la noche.
El segundo día de matanza comenzaba bajando los cerdos que habían permanecido colgados toda la noche de sus patas traseras en los camales, éstos eran unos palos de oliva arqueados y labrados en sierra para que no se escurriera de ellos el animal.
El siguiente paso era el despiece de los cerdos, labor que correspondía al “matarifeJosé. Como cada parte del cerdo tenía una aplicación diferente pues por eso se clasificaban los trozos resultantes.
Los tocinos –también llamados badanas-, jamones y paletillas, si se iban a salar, se limpiaban de lo innecesario y se guardaban en unos cajones muy grandes de madera, enterrados en sal gorda, hasta que les llegaba el momento de sacarlos. Entonces se colgaban con cuerdas en los palos de los entresuelos de las casas, de unos clavos que había hincados en ellos.
Si no se destinaban a esta función se troceaban y se picaban con la máquina para aliñarse y convertirse en “chorizo”.
Otro derivado de la “matanza” son los “torreznos”, trozos de tocino cortados en tiras o en cuadrados de tamaño  muy pequeño que suelen comerse fritos en aceite virgen de oliva. Para que sea un buen “torrezno” deberá llevar carne y tocino.
En Villargordo suele servirse en los restaurantes y bares de aperitivo.
Si desean una receta pueden hacer un clic en TORREZNO.
Las mujeres villargordeñas, cuando habían acabado de cocer las morcillas, no tiraban el caldo resultante porque, después de dejarlo enfriar, le castraban la grasa y la colaban... ¿Por qué recogían esta grasa?
Para hacer con ella, unas fechas después, las ricas “tortas de manteca”.
La manteca del cerdo se compartía para aplicarla en la elaboración de dos productos: La “morcilla cebollera” y los ricos “mantecados navideños”.
¡¡¡Qué manjares tan irrepetibles!!!
Repetir los hechos narrados es sumamente difícil por no decir imposible. Pongo en duda la cuestión porque el primer gran fallo está en la alimentación del cerdo. Antes comían el trigo, la cebada, las bellotas, los garbanzos morunos molidos y el “salvado” o “moyuelo” -restos de la molienda del trigo. En el verano también se les echaba de comer las cáscaras de los melones y de las sandías. Ahora, desde el primer momento, toman como único  alimento los piensos y éstos les originan retención de líquidos, por eso engordan mucho y, cuando echas su carne a la sartén, el agua que se desprende hace salpicar al aceite cuando se mezclan ambos elementos. Al terminar de freírse, el tamaño del filete ha quedado reducido a la mitad.
El segundo gran fallo está en que los animales no se mueven de las “cochineras” y por eso las carnes no están bien hechas, son agua y no tienen músculo.
Antiguamente los chorizos se curaban con el mismo procedimiento que las morcillas y, cuando se secaban, estaban en perfecto estado hasta el último día. Ahora dejad a secar un chorizo y comprobaréis cómo se ahueca o se pone rancio.
Los aliños  que se usaban antes eran todos muy naturales y ahora lo dudo. Hace ya algunos años se me ocurrió comprar unos kilos de chorizo en un pueblo de nuestra provincia porque tenían buena fama… ¿Qué me ocurrió?
Mari estaba de viaje, me metí a cocinero y freí unos chorizos al llegar a casa. Como el aceite se quedó en la sartén, cuando volvió comprobamos que el fondo tenía una gran cantidad de polvos rojos que, supongo, serían de un sucedáneo del “pimiento molido”. Tardamos un tiempo en consumirlos y tuvimos que tirarlos porque estaban huecos y se pusieron rancios. No os hablo de estos tiempos, hace ya más de veinte años que nos ocurrió la experiencia tan desalentadora.

Quienes tuvimos la suerte de comer aquellos productos tan ricos del cerdo ahora no nos conformamos con cualquier cosa.

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