miércoles, 9 de septiembre de 2020

HISTORIAS MELONERAS

Colaboración de Paco Pérez

Capítulo I

               LA BURRA Y EL RUCHO

En el pasado era frecuente que las personas sembraran melones en nuestros campos y, además, sandías -preferentemente en las partes más arenosas-, algunas matas de girasoles para el consumo familiar y las plantas de maíz en el contorno del terreno cultivado, así era como evitaban que las plagas de cigarras atacaran a las matas de los melones. También levantaban la típica choza del melonero pues los rigores del sol eran muy extremados y había que guarecerse de sus efectos caloríficos a ciertas horas del día. Cuando los frutos estaban en fase avanzada se trasladaban a la plantación para cuidarlos y vigilarlos, así evitaban las acciones descontroladas de las personas amantes de lo ajeno. El tamaño lo fijaba el número de personas que la iban a ocupar, había familias que se instalaban en ella al completo y vivían allí hasta que cortaban el último melón.
Las variedades que se criaban entonces eran de un paladar exquisito y en aquellos tiempos de penuria las familias se ayudaban económicamente después de recolectar la cosecha pues vendían la mayor parte de los frutos y guardaban una parte para el consumo de la casa. Todos sabemos que en aquellos tiempos comiendo pan, aceite y melón se saciaron muchas hambres y hasta ganaron kilos quienes estaban más secos que una espada.
De aquella época también recuerdo con nostalgia la tradición infantil de acudir a las casas de los vecinos el día que cortaban los melones y venían al anochecer con los carros cargados hasta arriba, los peques les ayudábamos a entrarlos en la vivienda. Otra típica escena de aquellas calurosas noches veraniegas la protagonizaban los niños que recorrían las calles en grupo iluminándolas con los faroles que les habían hecho en casa con los melones pequeños. Eran trabajos artesanales, algunos eran muy bonitos, a los que le habían aplicado unas buenas dosis de tiempo, técnica y arte pues había que realizarles el vaciado de su interior, la decoración exterior sobre la cáscara se realizaba con una afilada navaja, la fijación de un cabo de vela dentro y, por último, abrirle con una lezna dos agujeros laterales que permitieran anudarle una cuerda que sirviera de asa para llevarlos por las calles.
¡Cómo no voy a añorar estas imágenes vividas y el paladar de aquellos ricos melones de invierno, variedades que eran conocidas como melones gitanos” y de “pana”, éstos tenían la piel muy rugosa y el paladar muy parecido a los otros!
Una mañana coincidimos algunos “luneros”, algunos casi octogenarios, en tertulia alrededor de un banco en “El Paseo”; unos estaban sentados, otros de pie. Después de un rato la conversación giró bruscamente a los recuerdos del pasado y Juan José Castillo Mata “EL ESPARTERO”, como siempre, tomó la palabra para contarnos varías historietas de “melonares”, se comprometió a redactarlas y unos días después cumplió el compromiso adquirido.
Juan José situó los hechos en el verano de 1958, a las cinco de la tarde de un día de finales del mes de julio, y los otros protagonistas que lo acompañaron fueron: SebastiánEl Jaro” y Juan TomásEl Ciego”, hermano de “El Peque.
En este caso el “melonar” era de la familia de Sebastián y lo tenían cerca de la “Casilla el Cura”, en un haza de tierra que era propiedad de Sebastián MoralEl tonto Avelino”.
Aquella mañana Sebastián y sus amigos charlaban sentados en una acera, a la sombra, hacían planes para el futuro y, cuando Juan Tomás propuso concretar algo para la tarde él les comentó que no podía porque tenía que ir al “melonar” para llevarle a su padre la cena, cambiaron de planes y decidieron irse con él. A la hora acordada Juan Tomás y Juan José estaban esperando a Sebastián en la esquina de Rosendo y él se presentó por el “Lejío Panteón” subido en su burra y detrás de ella iba, dando saltos, un pollino ya grandecito. Al llegar al punto de encuentro se saludaron y emprendieron la marcha, ellos lo hacían a pie y mientras caminaban charlaban.
Al principio todo fue transcurriendo con normalidad pero, cuando se mezcló el calor con la caminata y el cansancio, Juan Tomás comenzó a darles la tabarra:
- ¡Claro, siempre hubo ricos y pobres!
No le respondieron y siguieron charlando pero él, al poco rato, insistió:
- ¡Unos subidos y otros andando!
Sebastián no aguantó, tomó la palabra y le contestó:
- Cuando regresemos tú vendrás subido y yo andaré.
Estas palabras lo tranquilizaron y mientras estuvieron en el melonar a Juan José se le ocurrió hacerle una jugarreta, la que pudo costarle la vida o quedarse en un accidente grave.
Dejaron a Juan Tomás en la choza con el padre y ellos se alejaron a propuesta de Juan José y, cuando estuvieron alejados, éste le dijo a Sebastián:
- Como le has dicho que regresará subido pues vas a cumplir lo que le prometiste pero él lo hará en el pollino y a pelo.
- ¿Por qué será así?
Porque tú te marcharás con la burra y antes, para que no se dé cuenta el pollino de tu marcha con su madre, lo atarás en una oliva de las que rodean el melonar, nosotros nos marcharemos después y, cuando vea el rucho que su madre va delante, saldrá corriendo detrás de ella con el jinete encima… ¡Ya verás qué carrerón le va a dar al protestón!
Sebastián vio bien gastarle la broma y antes de marcharse lo hizo todo como acordaron.
Cuando Juan José comprobó que Sebastián y la burra ya iban por la “Casilla el Cura” y estaban suficientemente alejados desató al animal y subió a Juan Tomás en él para iniciar el regreso, el rucho iba sin jáquima y muy retozón porque no estaba acostumbrado a llevar a nadie encima, él apoyaba sus manos sobre el lomo pero, cuando llevaba cabalgando unos veinte metros así, el pollino vio a su madre, relinchó, estiró las orejas y, sin que el jinete lo esperara, inició una veloz carrera por entre los olivos para alcanzarla. Él se vio sorprendido y, como iba desbocado, para no caerse se abrazó al cuello del rucho, así impidió que lo derribara o que al pasar por debajo de uno de los olivos se estrellara contra una costera. Juan Tomás se agarró con tanta fuerza que no se movió… ¡Parecía que lo habían pegado con cola al lomo!
Sebastián y la burra ya estaban esperando que llegara el pollino con Juan Tomás acuestas y entonces se encontró que parecía un Cristo pues estaba lleno de arañazos y, además, dando gritos como un poseso. Cuando Juan José llegó hasta ellos le dijo de todo menos guapo:
- ¡Espartero, juro que me la tienes que pagar!
Reconozco que pasé un buen rato cuando vi al burro saltando y corriendo con Juan Tomás encima, fue un espectáculo increíble,  pero cuando me di cuenta del peligro que estaba corriendo y que podía matarse al pasar por los olivos me arrepentí de la broma gastada pero ya no podía impedirlo y no había vuelta atrás.
 
 
 

 


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