martes, 15 de septiembre de 2020

HISTORIAS MELONERAS

 

Colaboración de Paco Pérez

Capítulo II

JOAQUINA Y LA CHOZA DE EUFRASIO

Unos años después de aquella broma con la que Juan José Castillo Mata “EL ESPARTERO” estuvo a punto de ocasionar un daño no deseado a su buen amigo Juan Tomás, como acabó bien y los “melonares” seguían cultivándose, pues las circunstancia hicieron que de manera no buscada volviera a las andadas y protagonizara otra historieta curiosa.
Él sitúa los hechos de este nuevo relato en el verano de 1960 y en esta ocasión tuvo como compañero a RafaelEl Jaro”, ya fallecido y tío de Sebastián (el de las burras), cada uno tuvo ese año un “melonar” cerca de la cortijada de Almenara y de la casilla de José “El Campillero”. Las hazas donde sembraron ambos sus melonares estaban juntas y como vecino tenían a Eufrasio MoralEl Vago” pero los de ellos y el de él estaban separados por tres hazas, el melonar más próximo a la casilla de José era el de Rafáel.
Eufrasio no estaba tan dedicado como ellos al cuidado de los melones pues tenía sembradas muy pocas matas, sólo las que necesitaba para el consumo de la familia, tenía la choza muy mal hecha y por esa razón el palo de la “quilla” le sobresalía algo más de un metro.
Debo resaltar estos detalles porque el escenario donde ocurrió el incidente fue diferente al anterior y también lo fueron sus protagonistas pues lo ocurrido en esta ocasión fue de otro estilo.
El calendario marcaba los últimos días de julio y una mañana se acercó Rafael a mi choza muy preocupado y me dijo:
- Baja por las noches, de la casilla de José El Campillero”, una marrana y cuando me doy cuenta ya se ha comido un melón… ¡La gracia del asunto está en que no encuentro la forma de cogerla!
Cuando escuché lo sucedido le dije:
- No quites de la mata el melón medio comido que se ha dejado pues esta noche regresará, la vamos a pillar y le vamos a dar una buena paliza para que se le quite la gana de comer más melones y después ya no venga más.
Al anochecer nos escondimos cerca de la mata que tenía el melón medio comido, nos llevamos una manta, unas cuerdas fuertes y esperamos que llegara la marrana.
Una media hora después la vimos venir y dirigirse a la mata que tenía el melón estropeado de la noche anterior y, cuando más distraída estaba dándose su gran banquete, nosotros llegamos por detrás, le echamos la manta por encima y logramos trabarle las patas después de darnos con ella más de sesenta revolcones pues era muy grande.
Cuando logramos dominarla, llenos de polvo y muertos de risa, terminamos los tres más cerca de la choza de Eufrasio que de las nuestras y por esa razón se nos ocurrió atarla en el palo que sobresalía de la “quilla”. Yo conocía bien a la dichosa marrana pues hacía poco tiempo que había estado con José de porquero y por eso sabía que se llamaba Joaquina, él le tenía puesto ese nombre.
Después de atarla nos quitamos los cintos, le dimos unos cuando zurriagazos en los cachetes, la marrana pegó un tirón y la choza, que no era muy fuerte, se fue al suelo y se quedó al revés pues antes estaba dando la espalda al camino y después se quedó mirando a él.
Cuando al día siguiente llegó el dueño y vio cómo había quedado la choza se quedó sorprendido y, como no comprendía lo que había ocurrido, no hacía nada más que dar vueltas a su alrededor pues estaba muy sorprendido por cómo había quedado su refugio. Nosotros, desde la choza de Rafael, mirábamos al viejo para ver lo que iba a hacer y después de unos minutos nos acercamos, le contamos lo que había ocurrido, él se lo tomó con buen humor y los tres nos pusimos a reír.
Quisimos arreglarle los desperfectos y él nos dijo que la dejáramos como estaba pues no pensaba venir muchas veces por allí.
Cada noche seguíamos esperando, armados con un buen garrote, la llegada de Joaquina pero los cintazos que recibió tuvieron que ser para ella una buena medicina pues le curó la mala costumbre de comer sin permiso en lo ajeno y ya no regresó más por el melonar.
 
 
 
 
 
 

No hay comentarios:

Publicar un comentario