El castellano clásico de nuestro pueblo
Colaboración de
Juan
Los
villargordeños estamos familiarizados con un gran caudal lingüístico propio,
compuesto por un sinnúmero de palabras y giros distintivos, que nos traen un
sabor particular y entrañable y cuyo origen intuimos remoto y atribuimos a
nuestros antepasados. El grueso de las palabras que identificamos como
villargordeñas son perlas antiguas de un tesoro lingüístico conservado, las
cuales se encuentran en los autores más prestigiosos de la literatura española,
sea con idéntica forma, sea en una variante alterada por el habla local.
Este sentimiento
entrañable está ligado, asimismo, a una pizca de menosprecio por lo propio, al
figurarnos que muchas de nuestras palabras exclusivas nacieron de un entorno
basto e iletrado. Quienes mejor utilizan la lengua patrimonial de nuestro
pueblo, más suelen subestimar su riqueza y calidad, me parece. Es difícil
aprender a valorar las cualidades de una lengua (y literatura) transmitida
oralmente sin soporte de la escritura, antes de la escolarización generalizada
y de la invasión vulgarizante de los medios de comunicación. Pero lo cierto es
que la lengua oral se despliega con maestría en sociedades iletradas (que no
ignorantes) como expresión de una cultura ancestral. Esto vale tanto para el
Villargordo anterior a la televisión como también para las civilizaciones de la Antigüedad y las
culturas medievales europeas.
No obstante, la
ignorancia alimenta no raramente una apreciación sesgada de lo propio. La
lengua, además de su función comunicativa primaria, constituye un potente
factor de la identidad local y, por tanto, ofrece un instrumento palpable para
evaluar la autopercepción de un pueblo. La actitud respecto a la lengua propia,
en resumen, reproduce el valor que uno concede a su propia cultura, entendida
ésta como el modo de vida tradicional, las costumbres propias y los
conocimientos heredados locales.
Frente a ello,
de entrada, conviene saber que hablamos correctamente cuando decimos andorrero,
meco, resabiado, azogue, barraquera, cascar,
cazoletero (con un significado distinto en el diccionario), cepazo,
curiana, mandil, regomeyo, transminar, zalear,
palabras recogidas en el Diccionario de la Real Academia.
Las palabras
propias de Villargordo nacieron, en parte, por desplazamiento de un significado
anterior (metáfora significa desplazamiento); también las hay que
derivan de palabras corrientes en todas partes, las cuales se han desfigurado
tanto, que apenas se reconoce su forma original, como farriar (procedente
de desvariar) o faratar (de desbaratar), o posiblemente calcucero
(de alcucero); otras pocas son creaciones mayormente ingeniosas, que
llegaron a consolidarse con el uso. Ahora bien, las más son palabras
sobrevivientes de un castellano clásico y tradicional, infinitamente más rico y
genuino que el de las apenas sesenta o cien palabras con que se apañan muchos
aparentes letrados y verdaderos ignorantes de las ciudades, empezando por
muchos medios de comunicación.
Ciertamente, el
habla del pueblo siempre ha sido más variada, pormenorizada, minuciosa,
matizada. En las grandes ciudades, el desarraigo y el empobrecimiento
culturales de la mayoría ha menguado la riqueza lingüística, yendo a menos en
precisión y expresividad; a menudo en los medios de comunicación o en la
política, un lenguaje afectado y alambicado sólo esconde una lengua vacía,
pobre y por eso repetitiva. En entornos rurales, donde la cultura (y la lengua)
se transmite dentro de la familia y el círculo humano próximo, también la
lengua tradicional se mantiene más esmerada, refinada y viva. Al tiempo, es
característico de entornos rurales que el habla local se perciba como trufada
de incorrecciones gramaticales y palabras y expresiones erróneas. No es una
excepción Villargordo, según me parece.
Y, sin embargo,
una lectura de los autores clásicos de la literatura española servirá para que
cada uno reconozca entre los literatos más prestigiosos giros y palabras que
antes sólo había oído de sus paisanos y, con frecuencia, de sus abuelos
villargordeños. Leer, a modo de ejemplo, Don Quijote significa, entre tantos
otros hallazgos, redescubrir en la lengua clásica castellana el habla propia de
abuelos y padres, cuando no la nuestra, y trasiega así los prejuicios respecto
a la cultura local.
Giros y modos propios,
que nuestro pueblo ha conservado de la lengua clásica castellana y a menudo se
ridiculizan, reaparecen de sopetón revestidos de la túnica del máximo prestigio
cultural, erigidos en dechado de elegancia lingüística, en lengua ejemplar.
Muchos elementos no han pasado a la norma lingüística actual, o bien son raros
o literarios al haber caído en desuso en el habla de las ciudades.
Sin ir más
lejos: hogaño, palabra de nuestros abuelos, goza de elevado prestigio en
medios académicos. Con razón, es tan antigua que, procedente del latín, se ha
venido usando casi invariablemente desde hace unos 2500 años hasta hace muy
poco. Sin embargo, a nosotros nos suena a anticuada y poco refinada.
Véase a modo de
muestra este pasaje de la Segunda
parte del ingenioso caballero don Quijote de la Mancha :
“Señores
-dijo don Quijote-, vámonos poco a poco, pues ya en los nidos de antaño no hay
pájaros hogaño. Yo fui loco y ya soy cuerdo […]”
Siendo una
palabra clásica, la reencontramos en todas partes: Mateo Alemán, Emilia Pardo
Bazán, Benito Pérez Galdós, por mentar sólo unos cuantos escritores.
Así, también una
palabra tan nuestra como cuantimás puede sorprendernos no sólo porque es
recogida en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua , sino también porque
la usan autores prestigiosos, como Julio Cortázar, Miguel Hernández, y Santa
Teresa de Jesús, por ejemplo en el siguiente pasaje:
“Por
eso traemos todas un hábito, porque nos ayudemos unos a otros; pues lo que es
de uno, es de todos, y harto da el que da todo cuanto puede. Cuantimás,
que son tantos los gastos, que se quedarían espantadas.”
Una palabra como
tarascada, que puede parecernos invención de un cortijero local, ya la
utilizaba alrededor del 1630 Rojas Zorrilla en sus poemas, como vemos:
“A
Arnesto que con afán / llevó la rabia amolada, / le cascó una tarascada
/ en la talega del pan / el clérigo o estudiante, / mas quedó del golpe tal, /
que no comerá más sal […]”
Entre las
palabras de pronunciación alterada se encuentra escalichado, en origen
con la forma desgalichado, que aparece en obras de Pío Baroja, Gómez de la Serna y que ya utiliza hacia
el 1839 el Duque de Rivas:
“Queda
el pobre viajero corrido de verse tan desgalichado y sucio entre damas
tan atildadas, por mas que le retoza la risa en el cuerpo notando lo
etereoclito de su atavío”
Tabardillo aparece en muchos autores
de prestigio. Sirva como ejemplo la categórica frase extraída de Tristana,
de Pérez Galdós:
El mismo autor
dignifica en sus novelas el diminutivo zagalillo.
Badil, que yo nunca había oído
fuera del pueblo, resulta ser tan antigua, que ya aparece en textos anónimos de
1252, siendo pues una palabra genuina, patrimonial y más precisa que el por lo
demás usual recogedor. También utilizan badil Francisco de Quevedo y
Juan Ruiz, Arcipreste de Hita. Casi nada.
Volviendo más
cerca en el tiempo, hacendosa la utilizan en sus obras Emilia Pardo
Bazán y Juan Marsé, con el mismo significado que conocemos en Villargordo.
Nuestra
conjunción temporal de que también tiene uso en el español clásico,
aunque ya no se considera propia del moderno estándar.
Es el caso
también de vivalavirgen, que utiliza José Manuel Caballero Bonald,
escritor galardonado con el Premio Cervantes el año pasado:
“Andando
el tiempo, cuando Encarna se casó con Paco Páez, un vivalavirgen que se
agarraba a lo que fuese […]”
Está bien saber
que hablamos más que correctamente cuando decimos portañuela, palabra
refrendada en el uso por Guillermo Cabrera Infante, entre otros, o bien golfante,
usada no sólo por nuestros abuelos, sino también por Camilo José Cela.
Abandonando la
visión folclórica, que aúna al afecto de lo propio cierto desdén, el castellano
clásico nos devuelve giros y palabras de Villargordo –a veces más o menos
alterados– que, lejos de ser vulgares, entroncan con la lengua depurada de los
antiguos. Muchas de estos elementos de la lengua han ido cayendo en desuso,
primero en las grandes ciudades, luego por casi todas partes. Pero la presencia
de estas palabras en Villargordo enlaza el habla de nuestra gente con la lengua
castellana clásica, con un estadio de la lengua española previo a la
vulgarización y el empobrecimiento masivos de la lengua impulsados sobre todo
por los medios de comunicación.
¿Qué significa
la pervivencia de estas palabras en nuestro pueblo? Que Villargordo y otros
muchos pueblos conservan una riqueza lingüística patrimonial, que las grandes
ciudades han ido perdiendo en perjuicio de la lengua. Esta riqueza lingüística
merece ser cuidada y respetada, como patrimonio cultural de nuestro pueblo.
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