jueves, 23 de septiembre de 2021

EL CINE DE LAS MARAVILLAS

                           

Colaboración de Juan Trinidad Carretero García

VIVENCIAS

Capítulo XVII

A Francisca Almagro Cañas (la TITA PACA) y a Juan Martos Torres (in memoriam).

Hubo un tiempo no muy lejano en el que el cine era parte extraordinaria de la vida de cualquier pueblo, era un ritual condensado en el disfrute nocturno cuando llegaba el momento de ver la película del día, el lugar de reunión de todos los vecinos sin distinción de edades, género o clase. En el cine de verano aprendimos a distinguir a las estrellas de Hollywood y a contar las estrellas del cielo.

Toda esta historia se resume en un día cualquiera de verano cuando por la mañana los sobrinos de la tita Paca han llegado al local, ese corralón flanqueado por paredones encalados donde se respira un frescor de plantas y árboles que riega continuamente el agua fresca del pozo, entonces todos se ponen manos a la obra. Mientras unos confeccionan graciosamente la cartelera del día a golpe de grapa carpintera sobre tablero enmarcado por un par de afiches otros ordenan las sillas y reponen de existencias el ambigú. Nunca falta en el encabezamiento la hora, el precio de la entrada y la calificación moral del film en cuestión, en este último detalle el tito Juan observa atento la faena sugiriendo atrevidas frases a modo de eslogan para atraer más al populacho. Así en una calculada operación de marketing si la película es de terror conviene poner un espeluznante “mucho susto” con rotulador rojo indeleble, o si es un film erótico se sugiere aderezar junto a la calificación moral un sugerente “mucha yesca” para aviso del personal siempre ávido de gratas y novedosas experiencias.

Acabado el montaje se coloca la cartelera sobre un paredón de argamasa y piedra blanqueada; al que José Carlos Castellano Calles nombra como “El testero cartelero”, el cual pertenecía a la casa de Antonio “Corbatón” (pariente de Juanito “Letras”), donde hoy está la Farmacia, ante la expectación de la chiquillería y vecinos en general ansiosos por saber el estreno del día (algunos títulos se convirtieron en estrenos eternos con el paso de los años) y todo entonces queda listo hasta la llegada de la tarde.

Con el crepúsculo y tras el riego del patio de butacas (valga el eufemismo) observamos lo variopinto de los asientos, lo mismo lo componen hiladas de sillas metálicas (algunas de ellas cojas o sueltas) que alguna silla de madera y unos sofás en los altos oscuros para calmar el frenesí de las parejas de novios e incluso se dio el caso de alguna silla con ruedas prestada de los muebles de saldo que vendía la Tita Paca a fondo perdido y cuyo rodar en mitad del silencio de la proyección inquietaba sobremanera a la audiencia. Todo permanece ahora en reposo, el aroma es agradable, siempre quedará en la memoria el olor a tierra mojada, a hierbabuena y la imagen de aquellos frondosos arbustos llamados dompedros con sus llamativas flores…

Llega la noche y la costumbre actual de ver cine se tornaba entonces en la de ir al cine, el agolparse en la ventanita encalada de la taquilla donde se regatea como en un zoco árabe.

Van apareciendo los mismos personajes todas las noches y ofrecen lo mejor de sus carteras, desde el precio justo de la entrada los más pudientes (o los más formales) hasta una flor como ofrenda a la tita Paca por su santa paciencia pasando por los más habituales que hacen sonar una importante cantidad de calderilla que ocultan a puño cerrado retando al más puro estilo de las partidas de póker de los tahúres del lejano Oeste, alguno incluso pide una entrada y media ante la baja estatura de su pareja. El alboroto es continuo y en los estrenos de más relumbrón se forman colas en cada una de las tres ventanitas que tiene el cubículo que forma la taquilla, más parecida en esos momentos a un bunker acorazado. El color de la entrada es diferente según días y edades, los niños pagan menos y algún mozalbete imberbe pero de vello púbico quiere hacerse pasar por angélico querubín, corriendo el riesgo de que el “chacho” Juan le espete que ya ha hecho más de diez veces la primera comunión…

Pasado el trámite de la entrada llega la segunda aglomeración en el ambigú donde los afiches de grandes clásicos tapizan las paredes del pequeño local, tras la barra de madera se sirven bebidas refrescantes de marcas legendarias desde la Mirinda, la cola Twin, la Schweppes, y más tarde el Kas de naranja o limón, a las pandillas más habituales y guerrilleras no puede faltarles una litrona del Alcázar bien fresquita que alguna vez fruto sin duda de los excesos etílicos es arrojada a la pantalla buscando el blanco fácil de una salamanquesa u otro depredador nocturno, no faltan los combinados preparados para la clientela más selecta y a los que siempre hay que añadir alcohol en abundancia, también se venden los famosos “kikos” Churruca, los gusanitos Risi y las patatitas de Oya o Santo Reino, lo de las palomitas queda mejor en los cines de ciudad, no olvidemos el rústico glamour de nuestro amado pueblo, todos estos aperitivos también podían ser acompañados con los insistentes ofrecimientos de los peñistas del Real Madrid, local anexo al mismo patio del cine, que nos deleitaban con lo mejor de la “nouvelle cuisine” villagordeña con unas tapas de suculenta pipirrana, alcaparrones o taco de jamón cortado a serrucho para calmar el hambre estival desde su particular palco de mesa camilla sito a las puertas de la Peña “Michel”.

Todo empieza a estar preparado cuando se ve aparecer en escena a uno de los principales personajes de la noche, nuestro querido operador de cabina, Don Francisco Lerma (Paquito para todos los vecinos), un hombre humilde y sencillo, de trato cordial, en su juventud no recuerda otra cosa que haber vivido entre el serrín de la carpintería, rodeado de gubias y escoplos, tableros y olor a resina y barniz. Todo eso cambia cuando llega la noche estival y se encuentra atrapado por rollos de películas, máquinas de rebobinado, pegamentos de empalmes y afiches de Izaro Films y otros grandes estrenos en Tecnicolor, recuerda vagamente los tiempos de la censura y los cortes que tenía que hacer para que a la Cantudo no se le viera mucho su famoso… en fin ya sabemos (ahora soy yo quien se autocensura), también rememora algún empalme mal realizado cuando de repente salía una escena subida de tono y los padres cerraban los ojos a sus chiquillos, o algún despiste en el orden de los rollos con el desasosiego de los espectadores que indignados increpaban “pero si a ese ya lo han matao”… Recuerda también haber visto cientos de películas, algunas de ellas repetidas hasta la saciedad, su noviazgo y matrimonio con su mujer Ana que todas las noches lo acompañaba con la misma devoción que exigía algún rezo al que era invitado por la Tita Paca para honrar al Corazón de Jesús y que era de obligado cumplimiento,  visiona entonces desde la atalaya de su cabina el ciclo eterno de la vida con las parejas de novios que se formaron en aquellos años de juventud a quienes él mismo veía como un reflejo de su propia existencia cuando años después llegaban al cine ya casados de la mano de sus hijos.

Ahora llega el momento supremo, se apagan las luces paredañas, se oye el murmullo de la máquina, los últimos que llegan y buscan el mejor sitio para sentarse, el haz de luz que emerge esplendente surcado por cientos de insectos sorprendidos en la noche, la penumbra del patio, el olor de la hierbabuena, del galán de noche y los chopos moviéndose al compás de una ligera brisa a veces fresca otras calurosa, el inconfundible sonido del comienzo de la proyección percibido en la distancia por algún vecino que toma el fresco en la calle o dormita en duermevela sobre un camastro en el balcón y surge entonces esa textura de imagen que ninguna televisión moderna podrá jamás igualar, todo lo invade el olor a pipas y “maíz tostado” (como pide el “sordillo” al que me cuesta un mundo entender cuando se acerca al ambigú), unos segundos de espera...

De repente todo se ilumina y ya ha comenzado el verdadero espectáculo a golpe de música de apertura de Twenty Century Fox o del león de la Metro, y todos sacamos nuestra furia oriental para sentirnos Bruce Lee liquidando villanos, descubrimos entonces que la muerte tenía un precio con Clint Eastwood cuando no le salía la cuenta, celebramos el golpe final de la grulla de “Karate kid”, el gol de chilena de Pele en “Evasión o Victoria”, encontramos el arca perdida y el santo grial con “Indiana Jones”, nadamos con Brooke Shields en “El lago azul”, lloramos con las lágrimas de aquel niño que veía morir a su padre en “Campeón”, sufrimos los horrores de la guerra con “Platoon” (anunciada en el diario “Jaén” como “el Vietnam en Villargordo”)  o el drama de “La lista de Schindler”, fuimos veloces y temerarios como Ben Hur en aquella legendaria carrera de cuadrigas, sentimos el miedo en el cuerpo con “viernes 13” o el “Tiburón” de Spielberg,  algunas veces hasta el punto de abandonar prematuramente la insoportable sesión o abrazarnos al de al lado buscando refugio, nos reímos a carcajadas con las españoladas de Pajares y Esteso y las americanadas del “Pelotón chiflado” o la “loca academia de policía”, descubrimos el erotismo con el destape, intentando ver Enmanuelle y no consiguiéndolo casi nunca, sentimos el amor imposible con “Casablanca”, el amor eterno de “Ghost”, y hemos sentido siempre el amor al cine por encima de todo con aquel inolvidable “Cinema Paradiso” y su emotivo final que tanto nos conmovió.

Todo se sucedía así, noche tras noche, una de pistoleros, otra de acción, un melodrama, una de guerra, otra épica o una comedia se iba pasando el verano y casi llegábamos al otoño cuando el público le pedía una manta gris de mudanzas de muebles a la Tita para combatir el frío y cuando se instauró el invento del telón de plástico corredero para techar el local, invento este algo desafortunado ante su fragilidad con las ventiscas y los chapuzones inesperados de algunos espectadores cuando reventaban las bolsas de agua de lluvia acumulada sorprendiendo a algún desprevenido vecino.

Tantos ratos inolvidables que sería imposible relatar en toda su extensión porque se hace tarde y ya es hora de volver, nos reclama Michael J. Fox o Marti Mcfly para regresar al futuro, más bien al presente y viene a mi mente un pensamiento de una escena famosa:

Yo he visto cosas que vosotros no creeríais… Todos esos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia”.

Has llegado ahora al mismo lugar tantos años después y te persigue esa frase tan cinéfila de aquella película futurista bajo los inolvidables acordes de la música de Vangelis, las emociones se agolpan, mirando un paisaje ya ruinoso en el que aún queda un halo de romanticismo, la hiedra ha tejido con la tenacidad de la naturaleza salvaje un manto verde donde antes se colocaron aquellas  sillas metálicas en las que tan buenos ratos pasamos, unas pocas tablas se yerguen aún sobre lo que un día fue un escenario que nos dejó grandes espectáculos y emociones, no hay rastro del ambigú, se ha bajado el telón, ya no hay pared encalada en el paseo para colgar la cartelera del día, tristeza en el silencio de la tarde solo roto por unos solitarios gatos que campan a sus anchas y que de cuando en cuando alteran la paz del lugar, todo reposa en una especie de camposanto de recuerdos y pienso que tal vez cada uno de nosotros no sea más que lo que la memoria selectiva nos recuerda que fuimos. Entonces me asalta una vieja promesa hecha hace tiempo a mi tía, a la “tita Paca”, sobre escribir algo de aquel cine de verano que ella montó y que tan buenos ratos nos dio en las noches de verano, un pequeño homenaje a quien tanto debemos en nuestro pueblo, en tantos pueblos… Ha llegado el momento de despedirse y acabo estas páginas entonando el “más vale tarde que nunca” y me siento el más afortunado de sus sobrinos por escribir en el papel unas pinceladas de aquellos momentos imborrables con la única esperanza de que por algunos años más permanezcan en nuestra memoria los recuerdos de un pasado reciente que algún día, esperemos lejano, se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia.


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