Colaboración de Paco Pérez
Capítulo I
LA BURRA Y EL RUCHO
En
el pasado era frecuente que las personas sembraran melones en nuestros campos y, además, sandías -preferentemente en las partes más arenosas-, algunas matas
de girasoles para el consumo
familiar y las plantas de maíz en el
contorno del terreno cultivado, así era como evitaban que las plagas de cigarras atacaran a las matas
de los melones. También levantaban la típica choza del melonero pues los rigores del sol eran muy extremados y
había que guarecerse de sus efectos caloríficos a ciertas horas del día. Cuando
los frutos estaban en fase avanzada se trasladaban a la plantación para
cuidarlos y vigilarlos, así evitaban las acciones descontroladas de las
personas amantes de lo ajeno. El tamaño lo fijaba el número de personas que la
iban a ocupar, había familias que se instalaban en ella al completo y vivían
allí hasta que cortaban el último melón.
Las
variedades que se criaban entonces eran de un paladar exquisito y en aquellos
tiempos de penuria las familias se ayudaban económicamente después de
recolectar la cosecha pues vendían la mayor parte de los frutos y guardaban una
parte para el consumo de la casa. Todos sabemos que en aquellos tiempos comiendo
pan, aceite y melón se saciaron muchas hambres y hasta ganaron kilos quienes
estaban más secos que una espada.
De
aquella época también recuerdo con nostalgia la tradición infantil de acudir a
las casas de los vecinos el día que cortaban los melones y venían al anochecer con
los carros cargados hasta arriba, los peques les ayudábamos a entrarlos en la
vivienda. Otra típica escena de aquellas calurosas noches veraniegas la
protagonizaban los niños que recorrían las calles en grupo iluminándolas con
los faroles que les habían hecho en casa con los melones pequeños. Eran
trabajos artesanales, algunos eran muy bonitos, a los que le habían aplicado
unas buenas dosis de tiempo, técnica y arte pues había que realizarles el vaciado de su interior, la decoración exterior sobre la cáscara se
realizaba con una afilada navaja, la fijación
de un cabo de vela dentro y, por último, abrirle con una lezna dos
agujeros laterales que permitieran anudarle una cuerda que sirviera de asa para
llevarlos por las calles.
¡Cómo
no voy a añorar estas imágenes vividas y el paladar de aquellos ricos melones
de invierno, variedades que eran conocidas como melones “gitanos” y de “pana”, éstos tenían la piel muy rugosa
y el paladar muy parecido a los otros!
Una
mañana coincidimos algunos “luneros”,
algunos casi octogenarios, en tertulia alrededor de un banco en “El Paseo”; unos estaban sentados, otros
de pie. Después de un rato la conversación giró bruscamente a los recuerdos del
pasado y Juan José Castillo Mata “EL ESPARTERO”,
como siempre, tomó la palabra para contarnos varías historietas de “melonares”, se comprometió a
redactarlas y unos días después cumplió el compromiso adquirido.
Juan José situó los
hechos en el verano de 1958, a las cinco
de la tarde de un día de finales del mes de julio, y los otros
protagonistas que lo acompañaron fueron: Sebastián
“El Jaro” y Juan Tomás “El Ciego”,
hermano de “El Peque”.
En
este caso el “melonar” era de la
familia de Sebastián y lo tenían cerca
de la “Casilla el Cura”, en un haza
de tierra que era propiedad de Sebastián
Moral “El tonto Avelino”.
Aquella
mañana Sebastián y sus amigos
charlaban sentados en una acera, a la sombra, hacían planes para el futuro y,
cuando Juan Tomás propuso concretar
algo para la tarde él les comentó que no podía porque tenía que ir al “melonar” para llevarle a su padre la
cena, cambiaron de planes y decidieron irse con él. A la hora acordada Juan Tomás y Juan José estaban esperando a Sebastián
en la esquina de Rosendo y él se
presentó por el “Lejío Panteón”
subido en su burra y detrás de ella
iba, dando saltos, un pollino ya
grandecito. Al llegar al punto de encuentro se saludaron y emprendieron la
marcha, ellos lo hacían a pie y mientras caminaban charlaban.
Al
principio todo fue transcurriendo con normalidad pero, cuando se mezcló el
calor con la caminata y el cansancio, Juan
Tomás comenzó a darles la tabarra:
-
¡Claro, siempre hubo ricos y pobres!
No
le respondieron y siguieron charlando pero él, al poco rato, insistió:
-
¡Unos subidos y otros andando!
Sebastián no aguantó, tomó la palabra y le contestó:
-
Cuando regresemos tú vendrás subido y yo andaré.
Estas
palabras lo tranquilizaron y mientras estuvieron en el melonar a Juan José se le ocurrió hacerle una
jugarreta, la que pudo costarle la vida o quedarse en un accidente grave.
Dejaron
a Juan Tomás en la choza con el
padre y ellos se alejaron a propuesta de Juan
José y, cuando estuvieron alejados, éste le dijo a Sebastián:
-
Como le has dicho que regresará subido pues vas a cumplir lo que le prometiste
pero él lo hará en el pollino y a pelo.
-
¿Por qué será así?
Porque tú te
marcharás con la burra y antes, para que no se dé cuenta el pollino de tu
marcha con su madre, lo atarás en una oliva de las que rodean el melonar,
nosotros nos marcharemos después y, cuando vea el rucho que su madre va delante,
saldrá corriendo detrás de ella con el jinete encima… ¡Ya verás qué carrerón le va a dar al protestón!
Sebastián vio bien
gastarle la broma y antes de marcharse lo hizo todo como acordaron.
Cuando
Juan José comprobó que Sebastián y la burra ya iban por la “Casilla
el Cura” y estaban suficientemente alejados desató al animal y subió a Juan Tomás en él para iniciar el
regreso, el rucho iba sin jáquima y muy retozón porque no estaba acostumbrado a
llevar a nadie encima, él apoyaba sus manos sobre el lomo pero, cuando llevaba
cabalgando unos veinte metros así, el pollino vio a su madre, relinchó, estiró
las orejas y, sin que el jinete lo esperara, inició una veloz carrera por entre
los olivos para alcanzarla. Él se vio sorprendido y, como iba desbocado, para
no caerse se abrazó al cuello del rucho, así impidió que lo derribara o que al
pasar por debajo de uno de los olivos se estrellara contra una costera. Juan Tomás se agarró con tanta fuerza
que no se movió… ¡Parecía que lo habían
pegado con cola al lomo!
Sebastián y la burra ya estaban esperando que llegara
el pollino con Juan Tomás acuestas y entonces se encontró que parecía un Cristo pues estaba lleno de arañazos y,
además, dando gritos como un poseso. Cuando Juan José llegó hasta ellos le dijo de todo menos guapo:
-
¡Espartero, juro que me la tienes que
pagar!
Reconozco
que pasé un buen rato cuando vi al burro saltando y corriendo con Juan Tomás encima, fue un espectáculo increíble, pero cuando me di cuenta del peligro que
estaba corriendo y que podía matarse al pasar por los olivos me arrepentí de la
broma gastada pero ya no podía impedirlo y no había vuelta atrás.
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