Hola.
Me
llamo María Moral Elvira, mi padre es un señor
con garrota que nació y creció en la calle “El Santo” y es conocido como Antonio
“El puro". Mi madre es Elena “La cabrera".
Bueno,
he leído un artículo de un señor que, como yo, es hijo de emigrantes y me ha
dado pie a recuperar algunas cosas que hace muchos años que escribí sobre mis
recuerdos de Villargordo.
Ahí
va una pequeña parte. La historia puede continuar...No sé si será de interés
pero quizás anime a otras personas a reflexionar sobre los valores de nuestra
tierra.
¡¡¡Gracias
por todo. Esto es muy emocionante!!!
VILLARGORDEÑOS
EN CATALUÑA
Yo también formo parte de esa
multitud de hijos de emigrantes criados en Cataluña, en un barrio del área
metropolitana de Barcelona donde había de todo menos catalanes, donde se oía
hablar de todo menos en catalán.
Soy hija de una época en la que
ya existían los pisos patera, como el de mi familia, donde vivíamos juntos
hasta cuatro núcleos familiares y en la que todavía no existía la normalización
lingüística. Soy una de esas personas que en el lugar donde vivíamos éramos
charnegos, hijos de emigrantes, con otras costumbres... y en el lugar donde
pasábamos las vacaciones éramos los catalanes, hijos de emigrantes, con otras
costumbres... En definitiva, ni de allí ni de aquí, no entendidos en ningún
lugar, sin una identidad definida. Bueno, eso en la infancia y en la durísima
adolescencia y juventud.
Más tarde, la madurez te hace
ver y sentir las cosas de otra manera y te permite recuperar con tranquilidad y
con orgullo tus raíces.
Yo también hacía, cuando se
podía, aquel larguísimo viaje, entre Barcelona y Jaén, en el famoso tren
borreguero. Un tren que salía a mediodía de la capital catalana y llegaba a la
mañana del día siguiente a su destino. Yo era de las que pasaba la noche
durmiendo en una toalla estirada en el suelo entre los asientos del tren.
Recuerdo el pasillo del vagón abarrotado de gente, había tanta que me era
imposible llegar al lavabo que había al final del mismo. Aquel viaje lleno de
incomodidades era al mismo tiempo la promesa cumplida de volver al pueblo en
verano, de encontrarse con la familia, de volver a casa... Nosotros no soñábamos
con ir a Eurodisney de vacaciones, soñábamos con ir a Villargordo. Muchos, tal
vez, se reirán pero estoy segura de que sólo lo podrán entender los que, como
yo, hemos sido hijos de emigrantes.
Antes de llegar a Las Infantas pasábamos por el cortijo
donde había nacido mi madre, en aquel entonces una casa en ruinas de la que sólo
quedaba la puerta con el dintel y el letrero que decía: "Santa Rosa". Aquí empezaba la
emoción.
Al bajar del tren, la imagen de
una abuela muy viejecita totalmente vestida de negro, con pañuelo negro en la
cabeza y llevando un cántaro de agua apoyado en su cadera. Y la carretera hasta
Villargordo, cuajada de curvas y flanqueada por lilos en el último kilómetro,
ya entrando en el pueblo. Por donde mirara, olivos, olivos y más olivos.
Todavía me sorprende que la
mayor parte de los recuerdos que tengo de mi infancia no sean del lugar donde
pasaba la mayor parte del año y las cosas que allí pasaban, sino de las
vacaciones de verano en el pueblo. Quizás, por aquello de que la memoria de las
personas es selectiva lo cierto es que, para mí, Villargordo era el paraíso.
A lo largo de mi vida, para
bien o para mal, el pueblo ha ido cambiando pero, siempre que vuelvo, en el
fondo de mi corazón añoro encontrarme con aquel paraíso que definitivamente ya
se ha perdido.
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