Colaboración
de Tomás
Lendínez
Con
alegría y expectación, el día 24 de Julio se celebraban, y se
siguen celebrando, las ferias y fiestas de Santiago
en honor al Santo
Patrón,
el “Santísimo
Cristo de la Salud”.
Cuando
se iban acercando las fechas, las mujeres hacendosas comenzaban la
limpieza y arreglo de sus casas, dejándolo todo limpio y reluciente
como refectorio de monjas. Engalanaban y abrillantaban muebles y
enseres adornando con macetas de albahaca portales y habitaciones.
La
Junta
de Gobierno
de la Hermandad
se desplazaba por cortijos y cortijadas cuyos dueños eran hijos del
pueblo e iban recogiendo los donativos que éstos daban,
contribuyendo con ello a los gastos de la misma. Los donativos solían
darlos en especies como garbanzos, cebada, trigo…
Por
documentos y escritos que se encontraban en el
archivo parroquial,
y que fueron destruidos en la Guerra
Civil,
se sabe que esta fiesta que se celebra en el mes de Julio tiene su
origen en el siguiente hecho: <En el año de 1833, por la comarca,
se extendió una fuerte epidemia de peste bubónica la que con
preferencia hacía presa en los niños y personas jóvenes, llegando
a morir algunos de ellos. Por ello las piadosas y sencillas gentes
de Villargordo, por unanimidad, acordaron sacar en procesión la
imagen de un Cristo
crucificado para así pedir clemencia y salud al Todopoderoso.
Esta imagen se encontraba y se sigue encontrando en la ermita, junto
a la de San
Antón,
al que campesinos y labriegos consideraban santo protector de los
animales, sobre todo a los utilizados en su economía y trabajos, y a
la de Santa
Ana,
bajo cuya advocación se levantó la ermita a expensas del marquesado
de Blanco
Hermoso,
se utilizaron piedras procedentes de
una ruina íbera situada en un paraje del término municipal de
Mengíbar
y que se conoce con el nombre de Maquiz.
Según
cuenta la tradición, a los tres días de haber sacado la imagen del
Cristo,
la epidemia desapareció y los enfermos atacados por ella recobraron
la salud, por lo que a partir de aquella fecha se le comenzó a
llamar a aquella imagen Señor
de la Salud,
como se le sigue llamando en la actualidad.
Para
dar gracias al Altísimo
se celebró en la ermita una solemne fiesta religiosa a la que acudió
una gran muchedumbre, llegando también de otros lugares próximos,
dando lugar a un ambiente festivo muy propicio para celebrar otros
tipos de actividades, además de las religiosas, de carácter lúdico
y comercial por lo que se acordó que las fiestas patronales debían
de celebrarse bajo la advocación del Señor
de la Salud
y no bajo la de Santa
Ana
como se venía haciendo. Para continuar con la tradición se seguiría
celebrando en las mismas fechas, es decir, en el mes de Julio, fecha
en que la iglesia también conmemora la festividad de Santiago
Apóstol,
muy celebrada en toda España
por lo que se llaman Fiestas
de Santiago,
aunque se celebran en honor del Señor
de la Salud.
A
partir de este acontecimiento, en la puerta de la ermita, se abrieron
unas mirillas para que los fieles y devotos pudiesen orar y ver a la
venerada imagen aunque estuviera la puerta cerrada, poniendo de
continuo un farolillo con candelillas de aceite alumbrando,
adquiriendo así un cierto aire misterioso y místico en la oscuridad
de la noche el pequeño recinto. Es frecuente, desde aquella lejana
fecha, encontrarse a cualquier hora del día o de la noche a más de
un devoto mirando por la mirilla o bien ante las gradas del pequeño
altar donde la imagen se encuentra, musitando una oración o
petición, teniendo su humedecida mirada puesta en ella.
Con
el paso de los años la fe y devoción a la pequeña y entrañable
imagen ha ido creciendo y arraigándose, siendo muchos favores los
que se le adjudican a su Divina
Bondad.
Cuando algún vecino se encuentra acosado por cualquier adversidad o
cuando algún enfermo
es visitado por el médico y éste sacude la cabeza en señal de duda
la familia o el enfermo, sin pensarlo dos veces, acude a la ermita
buscando protección, ayuda o salud, ofreciendo exvotos y promesas:
Subir la calzada que conduce hasta ella de rodillas, ofrecer una
trenza de pelo, dar la equivalencia de su peso en grano y si hay un
agonizante, cuya mortaja ya está preparada y recobra la salud,
entonces esta ropa también se ofrece como ofrenda. Pueden verse
estos exvotos colgados en una habitación que la Hermandad
posee en la ermita.
El día 24, a las 12 en punto, el viejo reloj nos anunciaba el comienzo de las fiestas, los cohetes subían hasta el cielo, los niños pequeños lloraban, las gallinas se escondían, los conejos se metían hasta el último espacio de la madriguera, a los gallos se les olvidaba el cante, los gorriones se iban del pueblo, los gatos ponían el rabo en posición y forma de limpiatubos y los perros, con el rabo entre las patas, ni se sabe donde pasaban las fiestas. Hoy no ocurren estas cosas con tanto impacto porque cada dos por tres la cohetería es usada por los vecinos.
Se daban regalos a los niños y después salían los cabezudos, acompañados por la banda de música, por las calles.
En
el año 1844, siendo obispo de la diócesis D.
José Escolano de Fresnoy,
se redactan y se aprueban los estatutos de la Hermandad,
año pues de su fundación. En ese año es cuando los fieles y
devotos comienzan a pesarse en la romana y a dar la equivalencia del
peso en grano, ofrenda que se da a la Hermandad
para
cooperar en los gastos que a ésta se le originan a lo largo del año.
Antiguamente,
en los días de la fiesta, llegaban tratantes de cereales, aceites y
ganados. Estos señores eran, en su mayoría, gitanos y se instalaban
con sus ganados a la sombra de los olivos que hay junto a la ermita y
que pertenecen a la finca conocida como Santa
María.
Los
gitanos también esquilaban allí a las caballerías, dándose un
gran arte en este trabajo, pues con sus largas y grandes tijeras
hacían cenefas y grecas en el pelo de los animales, llamando la
atención del cliente y de los despreocupados que iban y venían.
Traían
también manadas de muletos,
animales de unos treinta meses, que por estar sin domar eran llamados
“reintentos”.
Una yegua de cría con un cencerro al cuello les servía de guía.
Los mulos que ya estaban domados, y tenían cuatro años, venían a
valer entre dos mil y tres mil reales.
En
la compra y venta de aceites y grano se usaban las viejas y antiguas
medidas de capacidad y peso: La cuartilla, la fanega, el celemín o
la arroba. Estaba igualado el precio de una fanega de trigo con el de
una arroba de aceite. La fanega de trigo venía a pesar unos cuarenta
y cuatro kilos y su precio solía ser de sesenta reales, la de
garbanzos pesaba cincuenta kilos y el precio variaba según su
calidad, oscilando entre ciento veinte y ciento sesenta.
En
un local, al que con buena voluntad se le llamaba “Teatro
Romea”,
el empresario y dueño para aquellas fiestas de Santiago
solía traer compañías procedentes de los escenarios madrileños,
representándose obras de los Quinteros
o
Benavente
y también alegres y desenfadados espectáculos, donde actuaban
cómicos y señoritas de hermosas y redondeadas formas las que al
salir al escenario ligeras de ropa y cantar insinuantes y pícaros
cuplés, enardecían a más de un espectador que, a veces, sin
poderse contener intentaba llegar hasta ellas y lo hacían saltando
de silla en silla, armando el revuelo y el escándalo consiguiente
por lo que tenía que intervenir la autoridad que llamaba al orden al
público y al recato a las artistas, así como a las letras de los
picantes e insinuantes cuplés.
En
improvisadas plazas de toros, hechas con empalizadas y carros, en
cuyos varales se colocaban gruesas y resistentes tablas para así
agrandar su superficie, se iba completando el círculo hasta
cerrarlo. Las familias y las peñas adornaban su “palco”
con ramaje, colchas y mantones de manila y así, de esta forma
artesanal y rústica, se construía la plaza a la entrada del pueblo.
En esta plaza actuaban los artistas aficionados, torerillos y
novilleros; como Antonio
López
que, por su arte y elegancia en la faena, se le conocía con el apodo
de “El
Señorito”.
Algunas veces el novillo o el toro, por algún hueco, lograba escapar
y emprendía una veloz carrera por las calles. En una ocasión entró
en una casa, cogió desprevenidos a sus moradores y les dio un susto
de muerte.
Como
invitado a estas novilladas y corridas solía asistir el afamado y
conocido matador de toros D.
Antonio Bienvenida,
llamado en el mundo del toro el “Papa
Negro”.
Venía porque tenía novia en Villargordo,
nos visitaba con frecuencia y no fallaba en los días de la fiesta.
Acompañándole y siguiéndole, siempre llegaban conocidos
empresarios, adinerados aficionados y algún que otro maletilla que
buscaba su oportunidad, por estas razones los vecinos curiosos se
agolpaban en las calles y esquinas para verlos pasar.
En
la “Portá”,
así llamaban al lugar que hoy ocupa “El
Paseo”,
se instalaba el teatro de marionetas, al que llamaban de
“Cristobicas”,
y también el circo.
Al
son del pianillo
de manubrio
el dueño hacía sonar música de mazurcas, pasodobles y valses;
improvisándose bailes entre los vecinos.
En
los días de la fiesta acudían yunteros, gañanes, pastores, gente
forastera y los dueños de los cortijos, la mayoría tenían casa en
el pueblo.
En
la actualidad, por estas fechas siguen acudiendo los villargordeños
que viven fuera por diversas razones y algunos, incluso desde el
extranjero, lo hacen para poder acompañar al Señor
de la Salud.
Entonces, como ahora, el día 28 se subía la imagen y se acababam las fiestas.
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