Colaboración de Paco Pérez
D. Alfonso Carrasco y Mateo fue un inolvidable maestro para el pueblo de Villargordo (Jaén) y, de manera especial, para quienes fueron sus alumnos. No era natural de aquí y el origen de su venida estuvo motivado porque fue destinado a nuestro pueblo para ejercer su profesión, maestro de escuela.
Adquirió un gran prestigio porque fue un hombre de
gran responsabilidad profesional, le dedicaba mucho tiempo extra fuera del
horario oficial, algo inusual en aquellos tiempos y en los actuales. Todavía
está en servicio la escuela en la que trabajó, aunque disminuida de tamaño y
adecentada con reformas. Asistí a clase en ella, siendo mi maestro D. José Uceda, y, con el paso de los
años impartí clase ahí a la última promoción de alumnos que tuve de sexto.
Este bloque, cuando se construyó, tenía una
dependencia cuadrada de unos diez m2 que daba entrada a dos aulas enormes.
Entrando a él, D. Alfonso trabajó en
el aula izquierda y D. Francisco Badillo
en la de la derecha. También tenía cada aula una habitación interior que servía
de almacén, le llamábamos los niños el “cuartillo
de las ratas”, no tenía iluminación y estaba aislada de la clase por una
puerta de madera pintada de gris, como las otras.
Sus alumnos lo quisieron y respetaron mucho
siempre, a pesar de tener una merecida fama de rígido y pegón. Lo sé de buena
tinta, tan buena que me lo contó Manuel
Moreno Jiménez “Carabinas”, mi
suegro. Él comentaba que cuando pegaba a alguien era con razón y un día me
contó el caso real que le ocurrió con él.
D.
Alfonso llevaba un cierto tiempo enseñándoles las normas
de urbanismo y una mañana, antes de salir, les recordó que tenían que ceder la
acera a las personas mayores para que ellas no caminaran por las piedras. Mi
suegro fue a casa al salir de clase y su madre le encargó hacer un mandado. Fue
a hacerlo, se topó en la “Cañadilla”
con D. Alfonso que bajaba entonces de
la escuela y lo hacía por la misma acera que subía Manolo, éste se olvidó de lo recomendado hacía un rato por el
maestro, quien se bajó de ella fue el maestro y el alumno siguió por ella.
Cuando volvió a clase por la tarde el maestro lo llamó a su mesa:
- Moreno,
ven.
- ¿Qué quiere usted?
- ¿Qué os enseñé antes de salir de clase esta
mañana?
- Que nos bajáramos de las aceras cuando nos
encontráramos a los mayores.
- Muy bien Moreno…
¿Qué hiciste cuando te encontraste conmigo al poco rato?
- No bajarme.
- Correcto… ¿Por qué?
- No me di cuenta D. Alfonso.
Inmediatamente después le dio un coscorrón y le
dijo…
- Espero que aprendas la lección y que no vuelvas
a repetir lo que has hecho hoy conmigo.
A Manolo jamás
se le olvidó la lección, contaba su caso con agrado y, a pesar de eso, quería a
D. Alfonso muchísimo.
D.
Alfonso y mi suegro, a pesar del coscorronazo,
mantuvieron unas relaciones inolvidables para un niño y, para confirmar lo que
digo, me baso en estas anécdotas:
Siempre se jugó al fútbol en los recreos, D. Alfonso presenciaba esos partidos y Manolo jugaba de defensa central en el
equipo de su clase. Un día disputaban el partido contra los niños de D. Francisco Badillo y mi suegro,
fuerte como un torillo, le dio al balón un patadón enorme para evitar un gol
pero tuvo la desgracia de mandarlo al sombrero de D. Alfonso. Cuando Manolo
descubrió lo ocurrido se asustó porque se acordó del día de la acera y ahora
consideraba que su acción era más grave y, consecuentemente, el castigo también
sería mayor. Cuando acabó el recreo los compañeros pensaban igual y él, por esa
razón, se quedó rezagado en el zaguán de la clase y no entró. D. Alfonso, cuando descubrió su
ausencia, preguntó por él y los otros niños le contaron lo que ocurría.
Entonces salió del aula, lo entró en clase, le felicitó por lo bien que había
defendido aquel balón y ese día Manolo
fue un niño muy feliz porque pudo comprobar que antes le pegó con justicia y
que hoy, como no hizo nada, pues nada le pasó. La valoración que él hizo
después de estos hechos le ayudó a comprender el comportamiento de su maestro
cuando les pegaba.
D.
Alfonso padecía de jaquecas y cuando estaba afectado por
ellas ponía a Manolo de vigilante
para que no hubiera alboroto. Esta misión consistía en pasear por los pasillos,
descubrir a los alborotadores y denunciarlos al maestro. Un día cumplía su
labor porque el maestro estaba con un gran dolor de cabeza y ocurrió esta
escena mientras vigilaba por los pasillos:
- Primo, me estoy cagando –le dijo Juan Antonio Almagro Jiménez “Bellezas”, su primo hermano.
- Cállate, no ves que le duele al maestro la
cabeza –le contestó Manolo.
- Manolo,
que me meo –le suplicó su amigo “El rata”.
Él le contestó igual y le aconsejó que se
aguantara.
Cuando volvió a pasar por el lado de ellos le repitieron
sus necesidades, él les arreó un buen coscorrón como respuesta a sus problemas
y a la siguiente vuelta se encontró con un primo cagado y un amigo meado.
Mi padre, Luís
Pérez Navarro, también estuvo integrado en ese grupo de alumnos en el que
ocurrieron los hechos de Manolo y a
él también le hizo D. Alfonso un
regalo para premiarle su mal comportamiento.
Un día volvió de clase y, al entrar en el corral
de la casa, se encontró a su padre, el abuelo
Paco, que estaba afilando a la abuela
Ana el hacha que ella usaba en la cocina para cortar la carne. Mientras lo
hacía le enseñó la patilla que D.
Alfonso le había despegado en clase y entonces le dijo:
- Cuando venga el maestro me va a escuchar lo que
tengo que decirle.
En esos momentos entró D. Alfonso en casa del abuelo y mi padre estaba todavía allí:
- Buenas tardes Francisco.
- Buenas tardes D. Alfonso.
- ¿Le ha dicho Luisito lo que ha pasado hace un rato en clase?
Mi padre ya se estaba frotando las manos porque
esperaba que su padre le cantara las cuarenta al maestro de un momento a otro y
entonces habló el abuelo Paco así:
- Sí, me lo ha contado.
A continuación levantó el hacha, se la ofreció a D. Alfonso y le dijo:
- Tómela, se la lleva a la escuela y la próxima
vez no le arranque la patilla, lo que tiene que hacer es cortarle el pescuezo.
Mi padre, al escuchar aquellas palabras salió
corriendo del lugar y ya no fue a mi abuelo con más historias de castigos.
Los alumnos de aquella época crecieron en ese
modelo de pedagogía y como las familias apoyaban a los maestros pues a los
alumnos no les quedaba otra opción que aplicarse y cambiar de comportamiento.
Hoy es todo lo contrario, se da la razón a los
niños, se denuncia a los maestros y así crecen las generaciones caprichosas e
incultas de nuestros días.
D.
Alfonso vivía en las casas de maestros que había en la
calle José Antonio del Moral Garrido,
donde actualmente está la comunidad de vecinos “Pablo Iglesias”.
Buenos días, soy Elena Álamo Carrasco, nieta de D. Alfonso. Me he emocionado muchísimo con vuestro artículo. Gracias por este recuerdo tan bonito. Un abrazo.
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