martes, 2 de julio de 2013

DON ALFONSO CARRASCO, UN GRAN MAESTRO

Colaboración de Paco Pérez 
 

 

D. Alfonso Carrasco y Mateo fue un inolvidable maestro para el pueblo de Villargordo (Jaén) y, de manera especial, para quienes fueron sus alumnos. No era natural de aquí y el origen de su venida estuvo motivado porque fue destinado a nuestro pueblo para ejercer su profesión, maestro de escuela. 
 
Adquirió un gran prestigio porque fue un hombre de gran responsabilidad profesional, le dedicaba mucho tiempo extra fuera del horario oficial, algo inusual en aquellos tiempos y en los actuales. Todavía está en servicio la escuela en la que trabajó, aunque disminuida de tamaño y adecentada con reformas. Asistí a clase en ella, siendo mi maestro D. José Uceda, y, con el paso de los años impartí clase ahí a la última promoción de alumnos que tuve de sexto.
 
Este bloque, cuando se construyó, tenía una dependencia cuadrada de unos diez m2 que daba entrada a dos aulas enormes. Entrando a él, D. Alfonso trabajó en el aula izquierda y D. Francisco Badillo en la de la derecha. También tenía cada aula una habitación interior que servía de almacén, le llamábamos los niños el “cuartillo de las ratas”, no tenía iluminación y estaba aislada de la clase por una puerta de madera pintada de gris, como las otras.
Sus alumnos lo quisieron y respetaron mucho siempre, a pesar de tener una merecida fama de rígido y pegón. Lo sé de buena tinta, tan buena que me lo contó Manuel Moreno JiménezCarabinas”, mi suegro. Él comentaba que cuando pegaba a alguien era con razón y un día me contó el caso real que le ocurrió con él.
D. Alfonso llevaba un cierto tiempo enseñándoles las normas de urbanismo y una mañana, antes de salir, les recordó que tenían que ceder la acera a las personas mayores para que ellas no caminaran por las piedras. Mi suegro fue a casa al salir de clase y su madre le encargó hacer un mandado. Fue a hacerlo, se topó en la “Cañadilla” con D. Alfonso que bajaba entonces de la escuela y lo hacía por la misma acera que subía Manolo, éste se olvidó de lo recomendado hacía un rato por el maestro, quien se bajó de ella fue el maestro y el alumno siguió por ella. Cuando volvió a clase por la tarde el maestro lo llamó a su mesa:
- Moreno, ven.
- ¿Qué quiere usted?
- ¿Qué os enseñé antes de salir de clase esta mañana?
- Que nos bajáramos de las aceras cuando nos encontráramos a los mayores.
- Muy bien Moreno… ¿Qué hiciste cuando te encontraste conmigo al poco rato?
- No bajarme.
- Correcto… ¿Por qué?
- No me di cuenta D. Alfonso.
Inmediatamente después le dio un coscorrón y le dijo…
- Espero que aprendas la lección y que no vuelvas a repetir lo que has hecho hoy conmigo.
A Manolo jamás se le olvidó la lección, contaba su caso con agrado y, a pesar de eso, quería a D. Alfonso muchísimo.
D. Alfonso y mi suegro, a pesar del coscorronazo, mantuvieron unas relaciones inolvidables para un niño y, para confirmar lo que digo, me baso en estas anécdotas:
Siempre se jugó al fútbol en los recreos, D. Alfonso presenciaba esos partidos y Manolo jugaba de defensa central en el equipo de su clase. Un día disputaban el partido contra los niños de D. Francisco Badillo y mi suegro, fuerte como un torillo, le dio al balón un patadón enorme para evitar un gol pero tuvo la desgracia de mandarlo al sombrero de D. Alfonso. Cuando Manolo descubrió lo ocurrido se asustó porque se acordó del día de la acera y ahora consideraba que su acción era más grave y, consecuentemente, el castigo también sería mayor. Cuando acabó el recreo los compañeros pensaban igual y él, por esa razón, se quedó rezagado en el zaguán de la clase y no entró. D. Alfonso, cuando descubrió su ausencia, preguntó por él y los otros niños le contaron lo que ocurría. Entonces salió del aula, lo entró en clase, le felicitó por lo bien que había defendido aquel balón y ese día Manolo fue un niño muy feliz porque pudo comprobar que antes le pegó con justicia y que hoy, como no hizo nada, pues nada le pasó. La valoración que él hizo después de estos hechos le ayudó a comprender el comportamiento de su maestro cuando les pegaba.
D. Alfonso padecía de jaquecas y cuando estaba afectado por ellas ponía a Manolo de vigilante para que no hubiera alboroto. Esta misión consistía en pasear por los pasillos, descubrir a los alborotadores y denunciarlos al maestro. Un día cumplía su labor porque el maestro estaba con un gran dolor de cabeza y ocurrió esta escena mientras vigilaba por los pasillos:
- Primo, me estoy cagando –le dijo Juan Antonio Almagro JiménezBellezas”, su primo hermano.
- Cállate, no ves que le duele al maestro la cabeza –le contestó Manolo.
- Manolo, que me meo –le suplicó su amigo “El rata”.
Él le contestó igual y le aconsejó que se aguantara.
Cuando volvió a pasar por el lado de ellos le repitieron sus necesidades, él les arreó un buen coscorrón como respuesta a sus problemas y a la siguiente vuelta se encontró con un primo cagado y un amigo meado. 
Mi padre, Luís Pérez Navarro, también estuvo integrado en ese grupo de alumnos en el que ocurrieron los hechos de Manolo y a él también le hizo D. Alfonso un regalo para premiarle su mal comportamiento. 
Un día volvió de clase y, al entrar en el corral de la casa, se encontró a su padre, el abuelo Paco, que estaba afilando a la abuela Ana el hacha que ella usaba en la cocina para cortar la carne. Mientras lo hacía le enseñó la patilla que D. Alfonso le había despegado en clase y entonces le dijo:
- Cuando venga el maestro me va a escuchar lo que tengo que decirle.
En esos momentos entró D. Alfonso en casa del abuelo y mi padre estaba todavía allí:
- Buenas tardes Francisco.
- Buenas tardes D. Alfonso.
- ¿Le ha dicho Luisito lo que ha pasado hace un rato en clase?
Mi padre ya se estaba frotando las manos porque esperaba que su padre le cantara las cuarenta al maestro de un momento a otro y entonces habló el abuelo Paco así:
- Sí, me lo ha contado.
A continuación levantó el hacha, se la ofreció a D. Alfonso y le dijo:
- Tómela, se la lleva a la escuela y la próxima vez no le arranque la patilla, lo que tiene que hacer es cortarle el pescuezo.
Mi padre, al escuchar aquellas palabras salió corriendo del lugar y ya no fue a mi abuelo con más historias de castigos.
Los alumnos de aquella época crecieron en ese modelo de pedagogía y como las familias apoyaban a los maestros pues a los alumnos no les quedaba otra opción que aplicarse y cambiar de comportamiento.
Hoy es todo lo contrario, se da la razón a los niños, se denuncia a los maestros y así crecen las generaciones caprichosas e incultas de nuestros días.
D. Alfonso vivía en las casas de maestros que había en la calle José Antonio del Moral Garrido, donde actualmente está la comunidad de vecinos “Pablo Iglesias”. 
Una noche estaba dando clase a los adultos y se sintió mal, pidió a los alumnos que lo acompañaran a casa y en la calle Conde Mejorada, en la puerta del horno de Joaquín (después horno de la familia Mateos, “Los orugas”) se desplomó y murió. Este hecho ocurrió en el año 1941.

1 comentario:

  1. Buenos días, soy Elena Álamo Carrasco, nieta de D. Alfonso. Me he emocionado muchísimo con vuestro artículo. Gracias por este recuerdo tan bonito. Un abrazo.

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