Colaboración de Paco Pérez
Capítulo II
VIAJANDO EN “EL TREN DEL RECUERDO”
Los
hechos de hoy sucedieron en las paradas que hizo “El tren de la vida” en las “Estaciones
últimas de los 50 y primeras de los 60”. Eran las maravillosas Navidades de aquellos años infantiles
que nunca debieron pasar y de las que guardo un gran recuerdo, sobre todo, de
aquel “pesebre” que se hacía
entonces en nuestra parroquia con elementos del entorno o inservibles, lo
solían poner en la capilla de las “Ánimas”.
Los niños también colaborábamos pues acercándonos
al campo para traer a los mayores que lo montaban ramas de arbustos para formar los árboles y el musgo, las corrientes de
agua se hacían con cristales y la iluminación
eran bastante pobre. Esta afirmación me asalta siempre que viajo al “belén” de entonces porque al hacerlo se
presenta ante mí la imagen de aquel conjunto ya acabado y expuesto a los
fieles, tenía tanta oscuridad que ese elemento me dejó impresionado.
Era
muy típico de aquellos tiempos que, unos días antes de la Navidad, los hornos del
pueblo adquirieran un protagonismo fabuloso por el gran movimiento de gente que
había en ellos debido a que tenían una profesionalidad artesanal muy grande
para hacer los mantecados. La
costumbre de entonces era que las señoras clientas, con antelación suficiente, pedían
día y hora a los horneros para ir a cocerlos. Cuando les tocaba, se presentaban
en él con los ingredientes de las diferentes especialidades que deseaban hacer
y el personal del horno les establecía las proporciones de cada una, las
amasaban, con los moldes les daban forma, los metían en el horno en bandejas
metálicas para darles la coción necesaria
y, cuando estaban en su punto, los sacaban y los colocaban en unas cestas de
mimbre para llevarlos a las casas. Había señoras muy expertas en la materia y,
cuando iban al horno, ya llevaban hechas de casa las masas y eso les abreviaba
el trabajo.
Las
especialidades que todas las
familias hacían eran exquisitas y las que se hacen ahora en los grandes hornos
industriales, aunque sean de la misma clase y estén buenos, no tienen parangón
con aquellas… ¿Por qué hago esta
afirmación?
Porque
aquellos eran elaborados artesanalmente, amasados a mano y recentados con
levaduras naturales. Ahora todo está mecanizado y por eso se amasa con
máquinas, las levaduras no son naturales y se usan muchos colorantes y
edulcorantes que no son naturales. Como venden mucho, comienzan la fabricación
unos meses de antelación, ya se comen varios meses después de haberlos cocido y
por eso ya no podemos repetir el tener de nuevo aquel placer de ver llegar a
nuestras madres a casa por la noche con las cestas llenas de mantecados,
calientes todavía, y despidiendo en el ambiente aquel olor que abría un apetito
incontrolable… ¡Esas vivencias fueron inolvidables
y ya son irrepetibles!
Aunque
iban calientes aún, aquella noche nos poníamos morados con las variedades que se
hacían: de leche y huevo; manchegos, parecidos a las hojaldrinas;
del país; de almendra; roscos de anís, de manteca, de vino y
de leche. En las casas se hacían los “borrachuelos”, también conocidos como “pestiños”.
Aquella
noche, después del atracón, nos venían las consecuencias en forma de vomiteras y quienes se escapaban de
ellas, al día siguiente, ya le aparecían los empachos y las madres, especializadas en sintomatología casera,
inmediatamente les arreaban, para limpiarles el estómago, una buena “pulga”. Los productos farmacéuticos más
usados entonces eran conocidos como “agua
de carabaña”, “aceite de ricino”
o “sulfatos” y todos tenían las
particularidad, si no estabas cerca del excusado te cagabas en los calzones… ¡Menudos diarreazos nos apañaban ellas sin pedirle
permiso a los virus!
Hay
que reconocer que era una costumbre generalizada entonces pues no valoraban las
consecuencias que aquellas prácticas podían ocasionar a los peques.
Ahora
les voy a ofrecer la “receta” de
nuestra familia para los “Mantecados de leche
y huevo”:
- 1 kilo de manteca.
– 1 kilo de azúcar.
– 1/4 de litro de leche.
– 6 yemas.
– Casi 3 kilos de harina
corriente.
– Después de cocidos se
mojan en agua de azúcar y canela.
Como
“El tren de nuestras vidas” sigue
viajando sin descanso pues unos años después hizo su parada en la “Estación de 1967”. Como yo tenía
entonces diecinueve años y ya no era el pequeñajo de antes pues por esas razones
otros hechos diferentes se confabularon aquella noche para que la celebración
de la “Nochebuena” me deparara una
nueva experiencia vital.
Un
grupo de amigos acordamos que, después de cenar en casa, nos reuniríamos en el Bar de “Gafas” para tomar un café, comprar unas botellas de licor y pasear por
las calles cantando “villancicos” y
bebiendo. Yo supe aguantar la movida alcohólica de la fiesta y, cuando las
botellas daban la vuelta, yo hacía como que bebía pero la verdad era que no
probaba los licores. Unas horas después de haber comenzado nuestra particular
celebración callejera en la que no faltaron las canciones típicas de la “Nochebuena”, los trinques de licor, las
bromas, las risas… Este conjunto de acciones típicas navideñas nos hizo
divertirnos mucho pero no nos ayudó a percatarnos de que uno del grupo, desde
que empezamos la noche, había estado abriendo la boca sin trampas cada vez que
pasaban por sus manos las botellas y por esa razón se le estaba gestando una
borrachera de primer grado. Cuando pasamos con nuestros cantes, bastantes malos
por cierto, por la “Cañailla” y
estábamos frente a la puerta de “El
Tropezón”, éste buen amigo y mejor persona que ya ha fallecido, se apegó a
la pared sin decir nada y un instante después comenzó a flexionar las piernas
hasta ponerse en cuclillas e inmediatamente se volcó hacia un lado.
Reaccionamos y entonces comprobamos que estaba inconsciente, hablamos de
llevarlo a su domicilio y al intentarlo vimos que no podíamos moverlo porque
todos, unos más y otros menos, también íbamos tocados por culpa de la alpistera
tomada, él parecía un difunto y pesaba mucho. Como jóvenes, no valoramos la
posibilidad de que estuviera “en coma
etílico” pues esa terminología no se frecuentaba entonces y la posible gravedad
de su situación ni nos pasó por la cabeza porque sólo nos preocupamos de que
teníamos que llevarlo a su domicilio para que pelara la “mona” en la cama y no se congelara en la calle, esa era la cultura
de entonces. Mientras intentábamos reanimarlo hablábamos de cómo hacerlo y en
un momento de la conversación, cuando dimos por hecho que era imposible
llevarlo en aquellas condiciones, me acordé de que en el patio delantero de “El Tropezón” tenían un carrillo de mano.
Fui a por él, lo traje, nos vimos negros para subirlo en el tablero y, a pesar
de la ayuda de aquel primitivo vehículo, tengo fresco el recuerdo de los muchos
problemas que tuvimos para llevarlo hasta la calle “La Parra”.
Después
de dejarlo acostado en su domicilio retornamos el carrillo a su aparcamiento y
entramos dentro del local para tomar unos cafés bien calientes. La velada se
estropeó y cuando acabamos de tomar la reconfortante bebida nos marchamos a la
cama.
Unos
días después ya se comentó por el pueblo lo que nos sucedió, el “carrillo” comenzó a tomar fama y, sobre
todo, protagonismo. ¿Por qué se hizo tan famoso?
En
aquellos años había una amplia generación de villargordeños que eran más “borrachos” que las uvas, por esa razón
la mayoría de las noches se acostaban cuando cerraban los bares y, como es
lógico, con unas copas de más. Como el “carrillo”
había adquirido fama pues cundo alguien estaba algo “pintón” los amigos le proponían esta broma a la hora de irse para
la casa:
-
¿Estás bien o te traemos el carrillo?
Como
es de suponer la pregunta desembocaba en una explosión de carcajadas y el
nominado a subir al vehículo se esmeraba en ir más derecho que una vela al
pisar la calle.
En
esa época vivía un señor llamado Juan
y conocido popularmente como “Carabinas”
o “El Caso”. Este señor solía ser, a
diario, de los últimos en abandonar el bar y, además, lo hacía bien cargado. Juan, cuando se veía mal, no tenía
inconveniente en decir a los jóvenes:
-
Muchachos, poner el “carrillo” en la
puerta y me lleváis a casa que ha llegado la hora de volver.
Este
señor tenía unas reflexiones, a veces, muy buenas. Eran los comienzos de las
máquinas tragaperras, aquel modelo que consistía en una bandeja movible cargada
de duros y a la que se le echaban monedas para que diera premio.
Era
por la tarde, tomábamos café, Juan
estaba en la barra, presenciábamos cómo un muchacho le echaba duros a la
máquina y no tenía premio. Juan se
le acercó y le dijo con su habitual parsimonia al hablar pero con una gran
carga de sabiduría:
-
Muchacho, no te olvides de que esta máquina la inventó un ingeniero que estuvo
veinticinco años en la cárcel y que allí estudió la forma de engañarnos con
ella cuando saliera.
Después
de la parada “El tren” continuó su
marcha hasta la siguiente “Estación”.
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