EL brazo alado
Colaboración
de:
José
Mª Ortega Rodríguez y Ramiro
Aguilera Tejero
En este mundo casi todo está al alcance de cualquiera. Vaya por delante que nos referimos solamente a la afición en su máximo nivel, es decir, a la pasión venatoria. No entendemos, o no queremos entender hoy, de otros sueños.
En los últimos años ha habido, por ejemplo, un verdadero aluvión de monteros. Y es que el ciervo y el jabalí no son demasiado rigurosos en la selección de sus devotos. Cualquiera puede serlo, o parecerlo, con tan sólo echar la tarjeta y media hora en la armería de “El Corte Inglés”.
La perdiz es otra
cosa, es distinta. Es clasista y exigente. Por su culpa, se desechan equipos
completos, seminuevos: chirucas, con las suelas intactas y las etiquetas del
precio, como el desencanto, adheridas; pointiers de recebo que acaban sus días
de ladradores, subempleados en plena juventud como guardianes de “chalés”;
gorras; camisolas; pantalones y chalecos con bordados de perdices repujados y
otros fondos de armario. Éstos quedan, precisamente ahí, postergados en el
fondo más oscuro, sin mancha alguna y sin noticias de la sangre, del barro y del
sudor.
La cetrería ya es
peor, muchísimo peor, pero ojo con ella. Es un sueño que llega de repente, te
acaricia unos días, se te adhiere… y ya no hay vuelta atrás. No existen
caperuzas repudiadas, ni pihuelas relucientes y tampoco lúas sin estrenar
porque quien se enfunda la primera ya adquiere, en ese momento, la condición y
estado de cetrero para siempre.
Por eso mismo los
cetreros deben ser siempre mirados por encima del hombro –yo siempre lo hago-,
con desdén, dándoles de lado con menosprecio, para evitar el contagio; y nunca directo a los ojos, mucho menos a los del pájaro. El cascabel es igualmente peligroso. Desde el primer día puede meterse en el alma el tintineo y ya no hay música que suene más dulce.
A partir de entonces, el cetrero sólo se sienta a comer cuando tiene el pájaro entrenado, en su peso y en plena forma. Los demás días come de pie con su única mano libre, la derecha. Derogan las siestas por decreto y madrugan hasta para trabajar por si acaso algún día amanece más temprano.
Y sin embargo, el cetrero es bueno sin querer, integro y honrado hasta la indecencia, noble, auténtico, puro, leal y otras cosas que no se llevan hoy. No se conoce a ninguno malo.
Y todo ello es,
seguramente, por influjo de esos ojos, de otro mundo, penetrantes hasta el alma; siempre atentos; quietos sobre su brazo izquierdo, tan próximos al corazón y
dictando la forma exacta de ser, de estar y de pasar por este mundo.
Yo me fui anteayer
con uno para ayudarle a cuidar los perros y, como acabamos pronto, nos dimos
una vuelta. Sabiendo lo que me esperaba me eché la cámara. Y sólo así, visto
todo desde la maraña del objetivo, pude filtrar el espectáculo y distanciarme
de aquella maravilla como si la cosa no fuera conmigo.
Mientras el cetrero,
Lúa y el Polaco se extasiaban, yo intentaba evitarlo mirando de reojo revolarse a
las que sí son de mi talla, todavía. Cuchicheaban éstas nerviosas y me
preguntaban la fecha de apertura de la veda.
A la vuelta, una
liebre con la oreja mordida en sus pleitos y berreas se nos quedó mirando tan
tranquila sabiendo que, en todo caso, la cosa nunca iría con ella.
Se están haciendo
viejos, pensaba en voz alta la muy
cabrona, y ecologistas, me pareció oír que añadía.
Pero se arrancó a
correr desquiciada al notar que yo también pensaba en un arroz negro, jugoso,
caldoso, con mentiras, pan y vino tinto, cuchará y paso atrás.
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