Colaboración de José Martínez Ramírez
Cuando entró por la puerta, el del
cinto, mi hermano menor y yo nos encontrábamos haciendo los deberes. Mi madre había
salido y estaba en algún centro comercial de compras.
Fuera, un fuerte viento mecía las
hojas secas de un otoño frío y gris. Desde nuestro cuarto se veían los tejados
humedecidos por esa llovizna que en el norte llaman sirimiri. Una bandada de
tordos, a cual más negro, se posaba en el suelo en ese instante. Las nubes como
de algodón negro viajaban por el espacio con una prisa inusitada. Un ruido,
como de nueces rotas, se escuchaba a mi alrededor.
En la mañana de hoy, nuestra tutora en
el colegio donde cursamos primero de la
ESO , ha estado hablando con varias personas y, entre ellas, dos
eran Guardias Civiles. Nos miraban a mi
hermano y a mí, de reojo, sé que nos miraban. Los niños tenemos una capacidad
innata para ver eso. Aunque dicen que con los años ese sentido se pierde.
Anoche, cuando nos acostamos, alrededor
de la luna se formó un círculo blanco. Ésta estaba casi
llena. Creí ver un inmenso cráter en su superficie. Pensé que quizá en ese
lugar haya un sitio para mi madre y para nosotros. Lleno de plantas y frutas
tropicales como las que compra mi madre de vez en cuando. Donde los pájaros
cuajados de colores vuelen cerca de nosotros y alegren los amaneceres con sus
hermosos cantos. Donde las personas no nos hagamos agravios y mi madre nos pueda
preparar todos los días los tallarines que tanto nos gustan a los dos. Que al
salir de la playa mi madre nos abrace, mientras nos rodea con esa inmensa
toalla azul que tiene guardada para cuando vamos al río en verano. Que nos bese
como nadie nos ha besado nunca. Un lugar donde la oscuridad no tenga sitio, que
todo sea luz clara, límpida, pura, cálida y persistente. Que la temperatura no
te obligue a dormir arropado. Un lugar donde las habitaciones no tengan
puertas, donde tanto las paredes como las personas sean transparentes y no haya
escondite para los sentimientos. Que se
piense en voz alta, que todo el mundo viva desnudo porque no haya nada que
ocultar.
Estaba absorto en mis pensamientos y,
de pronto, una voz seca y autoritaria me despertó de aquel sueño bonito que
estaba teniendo con los ojos abiertos:
- Acostaros en la cama, nos ordenó.
Llevaba en la mano el bote de esa
odiosa crema y un preservativo. Mi hermano, lloriqueando, le decía:
- ¡NO, POR FAVOR, OTRA VEZ NO!
Él, como respuesta a sus súplicas, le
golpeaba con el cinto en la espalda hasta que se dejaba.
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