Capítulo I
Colaboración
de Fernando Jiménez Ramírez
TOMÁS MORO. EL TRIUNFO DE LA CONCIENCIA MORAL
En
este tiempo de Cuaresma, cuando la Semana Santa está llamando a nuestra
puerta, considero que un motivo de reflexión e ilustración del conflicto moral
que podemos llegar a vivir las personas puede ser la vida de Santo Tomás Moro. Éste fue condenado
por alta traición al rey de Inglaterra, Enrique
VIII, y decapitado el 6 de julio de 1535.
Sorprendente
epílogo a la existencia de un hombre de una admirable humanidad que se entregó
de lleno a la vida política, al servicio del país y del rey. Sin embargo,
resultan proféticas las palabras expuestas en su obra cumbre: <No podrías acaso disponer tu voluntad para
que tu ingenio y esfuerzo resulten beneficiosos al Estado, aunque ello te cause
pena e inconvenientes> (Tomás Moro, “Utopía”).
Enrique
VIII pretendía la nulidad de su
matrimonio con Catalina de Aragón para casarse con Ana Bolena,
circunstancia que le conduciría, de modo inevitable, a romper la unidad con la Iglesia Católica y a constituir, en consecuencia, la Iglesia anglicana, de la que sería su cabeza. Aquí empiezaron los
problemas de Tomás Moro y su dilema moral: La elección entre el compromiso con el rey o el respectivo con Dios.
No
obstante, ante la postura inflexible del monarca, Moro rehúsa rendir obediencia a Enrique como cabeza de la Iglesia de
Inglaterra, pues sitúa por delante la obediencia a su conciencia, que va unida, ineludiblemente,
a su
fidelidad a Dios y, por ello, a la
Iglesia y al Romano Pontífice.
Al
mismo tiempo enfatiza el amor por la justicia, la libertad individual y el
bien común frente al interés
particular del soberano y de quienes
se pliegan mansamente a éste: los Comunes y parte de la Iglesia, a
excepción del obispo Fisher.
Moro,
que intuye, con abrumadora lucidez,
que el monarca empleará su ascendencia y opinión en beneficio de su propio
interés, dimite de su cargo de
Canciller, pues no quiere hallarse como sujeto activo en la ruptura con Roma. Esta decisión tiene un costo, la soledad.
Tomás Moro se encuentra, obediente a su conciencia, solo frente a la
presión de los grandes grupos de poder que le atosigan, durante el
encarcelamiento en la Torre de Londres, para que preste juramento al “Acta de Supremacía” (1534), aprobada
por los Comunes en el Parlamento, que inviste a Enrique VIII como cabeza de la
Iglesia de Inglaterra – una vez el soberano recibe la excomunión por el Papa
Clemente VII – y, al mismo tiempo, anula el matrimonio con la hija de los Reyes
Católicos.
Así
se pone de manifiesto el carácter “legalista”
y “democrático” de Moro que se
compagina con la pétrea fidelidad a
su confesión religiosa. Así, si bien rechaza,
por
conciencia, participar de la ruptura con la Iglesia Católica, silencia su pensamiento y no se manifiesta en contra del rey – “No puedo condenar a nadie”, afirma para
no arriesgar su vida, pero, también, por respeto al compromiso que le ata con
Enrique VIII.
Con
todo, una vez es evidente la sentencia a muerte, no vacila en exponer en
público nítidamente y con detalle sus
convicciones cristianas y el fervoroso deseo de no sacrificar, por coherencia, su conciencia para situar al rey
por encima de Dios, pues considera que es
innegociable la libertad moral de la
persona, pero que moriría: “Siendo
buen servidor de mi rey, pero primero de Dios”.
Quizá
se juzgue la actitud de Moro propia de la del mártir, pero ésta dista de toda
su intención, pues no escatima ocasiones, si bien siempre dentro del ámbito de
la justa ley y de la recta moral, para salvar la vida mediante el arte de la
política y la retórica, que bien domina por su vocación de jurista: “Me agarraré a la vida con mano firme”.
Sin embargo, ante la imposibilidad, estima oportuno mantenerse firme en el obrar
virtuoso y no sacrificar su
conciencia para que no reste al servicio de los intereses particulares del
rey (de la reforma anglicana), que no responden a los generales y a los propios
del hombre y que originarían un reinado de terror.
La
débil llama de la vela no llegaba a iluminar los ángulos de la habitación. Sobre
las paredes relucían algunas gotas de agua. Tomás Moro estaba sentado sobre la
poltrona con la cabeza baja y el busto encorvado. Los dolores de la espalda se
hacían cada vez más insoportables y visibles. El centinela se había marchado y
así él podía hablar tranquilamente con su hija Margaret.
Levantando
la mirada de la carta de su hija adoptiva Lady Alington y dándosela a Margaret,
sonrió y preguntó:
-
Entonces, ¿mi hija Alington hace de serpiente contigo, pequeña Eva, y te manda
aquí con esta carta para inducirme a tentación? ¿Quieres de verdad persuadir a
tu padre a jurar en contra de su conciencia y hacerse así, ridículo frente a sí
mismo y frente al mundo entero?
-
Si, yo deseo que tú te pliegues a la voluntad del soberano. Si no te concede la
gracia será tu final.
Moro
pierde por un momento la calma y muy seriamente dice:
-
Margaret, ya hemos hablado muchas veces de esto y lo que tú me dices ahora, el
mismo miedo que muestras ahora, me lo has dicho y comunicado ya dos veces. Te
he respondido siempre que nadie sería más feliz que yo haciendo el juramento,
si sólo fuera posible condescender con la voluntad del rey sin, al mismo
tiempo, contradecir la propia conciencia.
-
Pero, papá, el juramento sobre la invalidez del primer matrimonio del rey con
Catalina, sobre la legitimidad de ser herederos al trono para los hijos del
segundo matrimonio con Ana Bolena y sobre la supremacía del rey sobre la
Iglesia de Inglaterra es exigido por una ley que se ha aprobado regularmente
por el parlamento y por lo tanto nos obliga.
Tomás
Moro dejó caer la carta de las manos:
-
Hija mía, no resuelve mucho lo que tú dices. Recuerda que aunque cada uno de
nosotros está obligado a observar las leyes del Estado, ninguno de nosotros
podrá ser obligado nunca a jurar sobre la rectitud de una ley. Ninguno de
nosotros puede ser obligado a observar ni siquiera la parte más insignificante
de una ley que resultase injusta. En todas las cosas que se refieren a la conciencia, de hecho, incluso el
más fiel súbdito está obligado a seguir
su conciencia y a respetar la propia
dignidad más que cualquier otra cosa en el mundo, al menos cuando, así, no
se alimenta, como en mi caso, la revuelta contra el rey.
-
A excepción de algún caso rarísimo, todos han jurado ya: obispos, nobles e
incluso yo misma.
El
padre vuelve a sonreír:
-
Este es el mismo lenguaje usado por Eva. Ella no ofreció a Adán un fruto malo,
ni más malo del que ella ya había comido.
Tomás
Moro sabía muy bien que Margaret había hecho el mal a sí misma con el
juramento. Ella, sin embargo, lo había hecho con la cláusula «en la medida en que no contradice la ley
divina». Esto, naturalmente, hacía insignificante el juramento e incluso
Tomás no habría tenido dificultad en emitirlo en estos términos. Sin embargo el
rey no admitiría de una persona como él un semejante compromiso puramente
formal.
-
De hecho —prosiguió dirigiéndose a Margaret— yo no he tratado de disuadir a
nadie de hacer el juramento. No he instigado a ninguno y no lo haré nunca. No
me intereso por la conciencia de aquellos que han jurado, ni mucho menos los
juzgo. Su conciencia, de hecho, está situada en el centro de su corazón y está
oculta a mis ojos. Y pienso que sería simplemente justo que también dejasen en
paz mi propia conciencia. De todas formas estoy casi seguro que si esto no se
da en Inglaterra, en toda la cristiandad la mayor parte de las personas están
de acuerdo conmigo.
-
Papá… ¡Tú estás tan seguro de tus cosas! ¿Cómo haces para tomar tan en serio tu
conciencia?
En
el pueblo se dice que tu inflexibilidad es comparable a la de tu amigo John
Fischer, el obispo de Rochester.
El
padre moviendo la cabeza responde:
-
No, mi pequeña. Aun no conociendo ninguno en Inglaterra, como tú bien sabes que
pueda ser comparado con él por sabiduría, sagacidad y virtud, no afirmaría
nunca lo que se dice. Esto surge del hecho de que yo me haya negado a jurar
antes de que a él le llegara la propuesta. En cuestiones que se refieren a mi
profunda dignidad humana o a mi propia salvación yo no seguiré el ejemplo de
nadie, aunque fuese el hombre mejor del
mundo, sin haberlo examinado atentamente; yo, de hecho no sé dónde podría
llevarme su ejemplo; no hay nadie en el mundo de quien pueda fiarme en
cuestiones de este género, sólo de mí puedo fiarme.
-
Son tan pocos ya aquellos que siguen tu concepción sobre la primacía absoluta de la propia convicción de conciencia, repuso
Margaret… ¿Cuándo has descubierto por primera vez tal exigencia?
-
Por primera vez, me he aferrado a ella en los días de mi infancia, cuando
aprendí a leer y a escribir. También te lo enseñé a ti con los ejemplos de la
Biblia. Me acuerdo muy bien de tu entusiasmo cuando con el dedo me indicabas
los pasajes de Juan el Bautista, de Esteban, de Pedro y sobre todo de Cristo
Jesús nuestro Señor. Así es como me ha sucedido. Pronto he reflexionado sobre
todo esto y lo he entendido profundamente. Aquello que aprendí apasionadamente
de niño se ha convertido en una convicción cada vez más arraigada.
-
Si es tan fuerte tu convicción, ¿resistirás hasta el final aun cuando éste sea
tan amargo? Cromwell, y no sólo él, afirma que sólo tu orgullo y tu soberbia te
hacen tan obstinado.
-
Hija mía, tú sabes lo aprensivo que soy por naturaleza y lo poco que me
arriesgo a soportar el dolor. Mi confianza aún es grande aunque me veo débil
frente a la tortura. Yo espero en Dios y me imagino que no usarán medios
violentos; pero si debiesen usarlos mi única esperanza está en la fuerza que me
viene de la gracia de Dios, con la cual podré resistir a todo. Yo haré como
Pedro, cuya resistencia no era ni mucho menos grande, e invocaré la ayuda de
Cristo.
Estoy
seguro que él no me hará caer. E incluso cuando yo cayese, incluso cuando
debiese jurar así como lo hizo Pedro, no perdería nunca la confianza en mi
Señor, en su bondad. Él me mirará siempre con ojos de misericordia de forma que
yo pueda reconocer de nuevo, y libremente, la verdad, pagando con la vergüenza
y la pena mi pasado.
-
Pero, ¿sobre qué fundas en último término tu esperanza? ¿No es un contrasentido
ir al encuentro de las más graves consecuencias por el camino de la propia
convicción de conciencia?
-
Doy gracias al cielo de que mi conciencia se haya mantenido limpia. Podré
sufrir, pero no se me podrá hacer mal. Un hombre en mi situación puede incluso
perder la cabeza pero no su dignidad. ¿Y tú me preguntas cómo se puede sostener
una tal convicción incluso ante la muerte? Cada día nos encontramos con Dios
cuya fuerza va más allá de la muerte. Nosotros creemos en la resurrección y en
la vida eterna. Y esto es ya suficiente.
Tomás Moro fue
decapitado el 6 de Julio de 1535. Sus últimas palabras fueron: <Muero como fiel servidor del rey, pero sobre todo
como servidor de Dios>.
Santo Tomás
Moro y la conciencia
R. GUNTER
Valori, norme e fede cristiana, Marietti, Casale Monferrato 1882.
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