Colaboración de José Martínez Ramírez
Capítulo II
Cuando
acabó el concierto y la noche villargordeña tocaba a su fin, la Luna alumbraba la oscuridad de nuestras
calles y el coche, acostumbrado ya al ritual de nuestros regresos, pasó por los
pilares para transportarnos, ya de vuelta, a Mancha Real. Al llegar a casa,
como no tenía sueño, decidí dar forma a las sensaciones que viví esa noche en
nuestro pueblo.
Escondida
en la trastienda
de
la ardiente luz crepuscular,
presidía
la Luna la tremenda
noche
de junio en mi hogar.
En
mi pueblo, la leyenda
de
la música que invita a soñar,
sonreía a la gran afluencia
de
almas, mirándolas cantar.
En
su lejanía de luz inquieta
la
mire y, antes de poder hablar,
me
dijo: ¿Cuántas balas o flechas
por
el espacio tienen aún que surcar?
¿Cuántas
noches, las luz de las estrellas
tienen
nuestros ojos que sumar
para
que la bola de esta ruleta
quede
quieta en la palabra paz?
La
respuesta está en la arena,
está
en el músculo vascular,
en
el viento que trae la tormenta
o
en los versos que vuelven a sonar.
En
el vuelo ligero de las abejas,
no
en las máscaras, sí en el olivar.
Mientras
la sangre joven resuena,
Majestuosa,
con repiques de libertad.
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