Colaboración de José Martínez Ramírez
En
aquellas fechas me daba lo mismo que hiciera frío o calor y tampoco me
importaba la hora de salir a correr. Tenía quien suscribe unos dieciocho años,
ya me despedí de ellos y creo que de manera correcta.
Sé
que fue un veintiocho de diciembre, día de los Santos Inocentes. En esa fecha observaba a mi hermano Juan y a sus
amigotes cómo gastaban bromas a diestro y siniestro y un año tras otro. Algunas
veces actuaba como testigo y de otras me enteraba después porque el bar es el
mejor confesionario que existe, con permiso de los templos.
Aquella
mañana salí a correr y los termómetros estaban como deben de estar en esa
fecha. Recuerdo que tenía alguna vieja lesión lumbar dando la castaña y decidí
llenar la bañera para retozar en su interior como un jabalí.
Con
los ojos cerrados y con el conocimiento que nunca tuve, haciendo piruetas entre
mis neuronas, decidí gastar a alguien una broma. Ya solo faltaba la víctima y
no se me ocurrió otra cosa que acordarme de un revolver Magnum 45, simulado,
que algún lumbreras me había regalado… ¡Era una réplica exacta hasta en el
peso!
Después
de salir de la ducha me vestí y eché al bolsillo de mi cazadora una máscara de
lana, de esas verdes. Y allí estaba el tío dispuesto a ser tan gracioso como su
hermano y sus amigos.
Con
los años me entere que algunas de aquellas bromas no eran tan graciosas pero,
claro, como los veía reír…
Salí
y me dirigí a la Caja de Ahorros de
Córdoba, entonces estaba justo enfrente del domicilio de Julián Mendoza y me asomé a la ventana
para comprobar, como un auténtico atracador, que no había moros en la costa. Sólo
había en su interior dos mujeres mayores vestidas de negro. Así, mi Pepe se
puso su máscara y, dando un salto en su interior, gritó con toda su alma… ¡ARRIBA LAS MANOS, ESTO ES UN ATRACO!
Las
mujeres de negro se abrazaron entre sollozos; D. Antonio López Mateos salió de
su despacho, estaba a la derecha si mirabas de frente y según entrabas y lo
hizo con dignidad pero más serio que un entierro. En el transcurso de la
escena, y en estas circunstancias, nadie se movió, y todos me miraban.
No
quise continuar porque hubiera sido un atraco en toda regla, así que me quité
la máscara.
Dos
minutos después entraron dos guardas de conducción de caudales con varias sacas
de dinero y armados hasta los dientes. Cada uno con su revolver a la cintura
pero ahora todo era real. En ese momento decidí no gastar ya más bromas pero,
como la cabra tira al monte y tengo la misma memoria que casi todos, sigo
caminando tal y como nací. Lo peor del asunto es que estoy encantado de haberme
conocido, como canta Sabina en su
canción.
Después,
mientras todos hablábamos de aquella barbaridad, llegó a mi nariz un olor muy
desagradable y hace poco me enteré que, a una persona muy conocida que estaba
allí presente, se le descompuso el cuerpo por la parte intestinal y que su
padre, un gran hombre, le puso remedio y cura.
PIDO
PERDÓN, POR SI A ALGUIEN OFENDÍ.
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