Colaboración de Paco Pérez
CÓMO LO HACEMOS NOS RETRATA
La
obligación de ayudar no es cosa de nuestros días sino de siempre y la prueba de
que Dios nunca abandona al hombre está
en REYES 17,10-16. En ella los hechos nos sitúan en Sarepta, una población en la que sus habitantes vivían de la
agricultura y daban culto al dios de las cosechas, Baal. Otros seguían al Señor
y viajó hasta ese pueblo Elías
porque eran tiempos de malas cosechas y hambre. En el encuentro que tuvo el
profeta con la viuda queda probada la situación de pobreza en que vivían los
habitantes del lugar, ocurre cuando él le pidió pan. Ella se sorprendió de la
petición que le hizo y le comunicó su situación familiar, su hijo y ella estaban
en las últimas.
El
profeta le comunicó el mensaje que le mandaba el Señor, Dios de Israel: [“La orza de harina no se vaciará, la
alcuza de aceite no se agotará, hasta el día en que el Señor envíe la lluvia sobre la tierra”.].
Ella,
mujer de corazón limpio, respondió
correctamente pues coció el pan y
comieron los tres.
Las
palabras del Señor se cumplieron
pues no se agotaban ni la harina ni el aceite y así quedó probado quién era el
verdadero Dios.
Con
el paso del tiempo Jesús insistió en
el tema que inició Elías cuando
alertó a las personas sobre las conductas de aquellas personas egoístas que con
sus actos confundían a las buenas gentes. Les recomendó no fiarse de quienes se visten
como reyes, buscan ocupar puestos de
privilegio en los actos públicos, quieren que les aplaudan lo que hacen y tienen un enamoramiento especial por lo ajeno. Por estas formas de actuar, al final serán juzgados y sentenciados con rigurosidad.
En
otra ocasión, estando sentados en el
templo frente al cepillo, orientó
a sus discípulos sobre las apariencias
de las personas cuando dan donativos o limosnas. Les recomendó que supieran valorar
a las personas por lo que son
capaces de hacer por los demás y no por las apariencias. Les habló de que no tiene el mismo valor ayudar bastante cuando sobra mucho que regalar
lo único que tiene para comer.
Los
sacerdotes de su época, cuando
entraban en el santuario, pedían
perdón por sus pecados y por los de los demás; ofrecían en sus sacrificios
sangre, pero no era la de ellos sino la de los animales; morían una vez y
después les esperaba el juicio.
Él sólo hizo un
sacrificio porque si lo hubiera hecho con la frecuencia de ellos su
padecimiento hubiera sido muy grande; también ofreció sangre, la suya. Murió
una vez, no cometió pecado y no sufrió juicio por ellos.
Cristo, después de
cumplir con la misión que le encomendó el Padre,
está junto a Él en el Reino; allí intercede por todos.
Al
final de los tiempos vendrá de nuevo para rescatar del pecado a las personas
que esperan y los salvará.
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