Colaboración de Paco Pérez
Este
breve relato lo escuché, hace ya algún tiempo, durante la tertulia matinal que solemos
tener con nuestros conocidos/as y amigos/as, espero que no me haya olvidado de nadie,
cuando visitamos la “Cafetería-churrería”,
costumbre que solemos repetir casi a diario.
Como
la mente es prodigiosa y en nuestro
pueblo, Villargordo de Jaén, el vecindario tiene guardadas
tantas historias personales en ella que si les hiciéramos aflorar antes de que
sea demasiado tarde pues podríamos escribir tantos libros con ellas que la “Biblioteca Municipal” tendría que ser
ampliada.
Un
día el tema de conversación ocasionó que mi buen amigo Pedro Berrio Melguizo la pusiera
a trabajar y, por esa acción
retrospectiva que hizo, recordara con suma facilidad una vivencia familiar que escuchó de sus antepasados en las
tertulias invernales que en la mesa camilla, con brasero de ascuas y picón,
tenían los mayores y los pequeños, él lo era entonces.
Estábamos
Mari y yo recién llegados pero ya estábamos acomodados, nos habían servido nuestro
café cotidiano, lo saboreábamos despacio porque ese día estaba más caliente de
lo habitual, yo leía la prensa deportiva y Mari una revista.
Pedro
entró, se acercó hasta nuestra mesa, nos saludó, se sentó, comenzamos a charlar
y en un momento de la conversación le pedí que me hablara de una historia que
me contó hacía ya unos meses. Esta petición que le hice tenía la finalidad de
que me precisara ciertos detalles de ella que no me habían quedado claros en su
momento.
Cuando
acabamos con las aclaraciones pedidas Pedro
ya tenía las puertas del recuerdo abiertas y se sentía en forma. Hago esta
observación porque después de las aclaraciones no paró porque se acordó de otra
que fue protagonizada por su madre, Brígida
Berrio, en casa de sus padres cuando era joven.
Los
hechos que le dieron contenido a este nuevo relato ocurrieron cuando la familia
de ella vivía en la calle La Libertad,
su madre le comentó que allí había muy buen vecindario y eso les hacía llevarse
muy bien con todos pero de manera especial con un matrimonio que vivía en la
casa de al lado, apodados los “Acorchados”,
y otro que vivía en la acera de enfrente, estos esposos eran conocidos como los
“Pepinos”.
Durante
el verano, y gran parte del invierno, en casi todas las casas había muchos
melones porque en aquellos años de la posguerra todas las familias sembraban un
melonar y, como es lógico, en la de Brígida
también. Hago esta observación porque los más jóvenes no tienen ni idea de esa
realidad que se vivía entonces. Un día su padre regresó con unos cuantos ejemplares
tempraneros del melonar y por ello, después de comer, le pidió a Brígida que fuera a por uno, que lo abriera
para tomarlo de postre y así comprobarían si estaba ya comestible la nueva cosecha
o había que esperar algunos días más para comenzar la corta.
Por
ese encargo ella obedeció sin rechistar, lo trajo, lo partió y fue la primera
que lo probó. Lo mascaba, lo saboreaba despacio y los demás la observaban esperando
impacientes su diagnóstico. Como la espera se alargaba porque no les daban
ninguna opinión, ella seguía con su labor de catadora silenciosa y muy
pensativa, pues uno de sus progenitores, cansado de esperar, le dijo:
-
No dices nada… ¿Es que te ha comido el
gato la lengua?
Ella,
que era una mujer muy inteligente, mientras dejaba la boca libre para hablar
pensaba su respuesta y así fue como tuvo esta genial inspiración para decirles
cómo estaba el primer melón de la nueva cosecha:
-
¡¡¡Está más pepino que los vecinos de
enfrente y más acorchado que los de abajo!!!
Cuando
sus familiares la escucharon comenzaron a reír con tantas ganas que algunos,
los que ya estaban comiéndolo, estuvieron a punto de atragantarse por la ingeniosa
e inesperada respuesta que les dio.
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