ANÉCDOTA
DE
CAZA
Colaboración de Ramiro
Aguilera Tejero
El
mes de noviembre había sido abundante en lluvia, la quietud del solitario día
invitaba a la caza en soledad, el suelo se hundía blandamente, como una
almohada al peso de nuestras botas manchadas de
barro. El cielo vestido con su manto gris plomizo nos cubría de los
hirientes rayos del sol en espera de que la lluvia volviera a descargar
mansamente. La perra con la nariz al aire ampliaba su carrera buscando los
efluvios que son el sentido de su vida.
Andaba ya a media mañana, transportado,
en trance, buscando las escurridizas
patirrojas que volaron del cerro anterior cuando sentí una discreta molestia en
el vientre, que un buen amigo calificaría de “vértigo abdominal”, dada la cercanía de la ansiada presa hice oídos
sordos a la suave llamada fisiológica.
Aumentaba la tensión, en cualquier momento esperaba la explosión de cacareo y
sonido metálico del vuelo de la perdiz.
Al doblar un pequeño ribazo descubrí el rabo tieso de la pointer paralizada en escultural
muestra a la vez que una necesidad primaria, brusca, áspera, mordiente,
inapelable, lacerante, sin espera, que naciendo de la zona baja del abdomen me
conminaba a una evacuación urgente, sin dilación. El aldabonazo abdominal no
dejaba margen para ejecutar el lance iniciado, no se imponía la sordera
fisiológica que reclamaba con urgencia la resolución del conflicto. Imposible
me parecía la coincidencia de hechos tan dispares, tan disonantes, tan alejados
y a la vez tan cercanos y primarios en la naturaleza. Dando tristemente por
perdido el lance me retiré a una zona resguardada de miradas inoportunas y
cumplí la obligación inexcusable que me imponía el organismo, quizás como
protesta de los excesos de la noche anterior. Terminado el inoportuno trance,
mas sosegado y tranquilo me propuse continuar con la interrumpida jornada. Al
asomar de nuevo al mencionado ribazo, asombrado volví a constatar la tiesura
del rabo de la perra, que impertérrita y consciente de las necesidades
imperiosas de su dueño seguía mostrando y esperando la segura salida de la
perdiz quebrada y aislada del bando. Recobré paso marcial e instinto de
cazador para acercarme nervioso a la
quietud del cánido. La azorada perdiz no pudo aguantar más y llenó el silencio
de la mañana con su explosiva salida. Sin prisa encaré la escopeta, cubrí la
pieza con el cañón y esperé a que cumpliera. En el postrero momento de apretar
el gatillo, desolado, comprobé que además de evacuar el intestino había descargado el arma, y la perdiz voló
mansamente apuntada por el inofensivo cañón de la repetidora y en su vuelo me
pareció oírla decir:
“PILLOOOOO...............jódete cabrón, me
perdiste por cagón”.
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