Colaboración de Paco Pérez
El
3 de diciembre era miércoles, es el día de la semana en el que los vendedores
ambulantes pueden recorrer el pueblo con sus mercancías.
Sonó
el timbre de casa, Mari se asomó a
la mirilla, no había nadie en el campo visual y creyó que podía ser el cartero.
¿Por qué tuvo esa percepción?
Porque
algunos días llama, se marcha hasta donde tiene aparcado el carro amarillo, en
la esquina de Bonoso es el sitio más frecuente, para recoger las cartas certificadas
que necesitan de nuestra firma. Otras veces las lleva, llama y sigue
repartiendo a los vecinos de las otras viviendas colindantes. Cuando salimos y
vemos el carro ya sabemos quién pulsó el timbre y, como comprendemos su
limitación de tiempo para acabar su recorrido, aceptamos ese procedimiento.
Ayer,
cuando Mari abrió la puerta, se
encontró escondido al señor gitano tocador de timbres, es la nueva modalidad que
usan ahora los vendedores o quienes necesitan algo. Tocan, se apartan del campo
visual de la mirilla y, cuando abrió la puerta… ¡¡¡Zas, calcetines tuvimos que comprar otra vez!!!
Nos
cuesta menos trabajo gastarnos más dinero en ajos, calcetines o lo que sea que
darles un euro sin saber a qué fin va destinado, por ahí no pasamos. Hemos
llegado a este punto porque hay demasiado engaño.
Yo
bajaba del piso superior porque en ese momento salíamos de compras y a tomar el
tradicional café de las once de la mañana y, al verlo, me acerqué a saludarlo:
-
¿Cómo estás? –le pregunté.
-
Aquí estoooy otra vez, ganándome la vida como puedo pa que mi hijo coma.
-
Mejor que hagas esto que no otras cosas –le dije.
-
Yo conozco la cárcel por la tele –me respondió.
En
ese momento regresó Mari con el
dinero y entonces me regaló un par de calcetines mientras me decía:
-
Toooma, pa cuando vayas a andar por ahí, pa que no pases frío y te acuerdes de
tu amiiigo.
Juró
y perjuró que él era buena gente y, como muestra de ello, nos dijo que dentro
de unos días se marcharía a la aceituna, todos los años trabaja en Fuerte del
Rey y nos dijo el nombre del empresario agrícola con el que va.
Cambió
de tema y me preguntó si conocíamos a Miguel,
el municipal. Le contestamos afirmativamente y entonces nos contó lo que le
ocurrió con unos municipales jóvenes de nuestro pueblo, a los que no conocía
todavía.
Parece
ser que la semana pasada estaba con sus ventas y esta pareja de municipales,
que iba en el coche, lo abordaron para pedirle la documentación y, como no
llevaba nada, él comenzó su número:
-
Yo no tengo naaa, llevo viniendo a este pueblo un montón de años y me conocen
tooos –les argumentó.
-
De acuerdo, pero son las normas y están para cumplirlas –le contestaron.
-
Podéis peguntar por las casas y veréis que ninguna mujer de este pueblo puede
decir que yo les haya dicho nunca… ¡¡¡Aaaay,
qué ojos tan bonicos tienes!!!
-
De acuerdo, pero tienes que estar autorizado –le respondieron.
-
Porque no le preguntáis a Miguel,
vuestro compañero, él me conoce bien.
-
Lo sentimos mucho pero tienes que subirte en el coche y acompañarnos.
-
¡¡¡Nooo, por favor, no me montéis ahí!!!
-
¿Qué te pasa?
-
¡¡¡Yo no puedo subir ahí, imposible!!!
-
¿Por qué?
-
Porque cuando me subo en un coche de la policía me da castifonia.
-
¿Castifonia?
-
Sí, castifonia –insistió el gitano.
-
Pero… ¿Qué es esa nueva enfermedad? –le preguntaron.
-
Yo no sé na más que una cosa, no puedo aguantar metío en los ascensores y subo
las escaleras andando, tampoco en los coches de vosotros y cosas así…
-
¡¡¡Ahoooora sí está todo claro, lo que tú tienes es claustrofobia!!! –le aclaró el municipal.
-
Yo no sé lo que es eso, sí sé que de siempre tengo castifonia.
Los
municipales, según él, se despidieron dándole la mano y quedaron muy amigos.
Esta
historia nos la contó el gitano y
nos partimos de risa.
Cuando
se marchó, si no hubiera tomado la precaución de escribir de manera inmediata
el nombre en un papel, ahora no sabríamos que claustrofobia tiene como sinónima, en el argot gitano, a “CASTIFONIA”.
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