Colaboración de José Martínez Ramírez
Soplaba Levante y las hojas secas del otoño se
mecían en ese vaivén que solo el viento provoca. Mi primo Fernando, conocido
popularmente como “Raspín”, me invitó a dar un paseo y como es habitual en
estas fechas nos vimos envueltos en la melancolía que nos ofrece el ocaso de
todos los veranos.
Paseábamos por el “Camino de la Mancha”, me preguntaba por el campeón de los batacazos
amorosos de ese verano y estábamos empatados a dos. Al pasar por la era de “El pollero” nuestra conversación cambió
de tema en el momento que vimos en ella a un jumento atado en una estaca
mientras comía.
Abandonamos el camino y nos encaminamos hacia la
era atraídos por la imagen del animal y entonces, al estar en su presencia,
Fernando me invitó a montarla en el sentido más sensual de la intención.
Al escuchar su propuesta le respondí así:
- Yo creo que antes de proponerle dar un paseo deberías
hacer, de manera oficial, la petición de mano de la cabalgadura, en este caso sería
la pezuña, al “caballo blanco de
Santiago”. Así nos enteraríamos si teníamos vía libre o había algún
impedimento para dar el paseo.
Él no escuchó mis razonamientos y consumó el acto,
ante mi asombro, y al pobre animal se le derramaban dos lágrimas como dos garbanzos
por la carrillada, comparables a las que debió destilar María Magdalena en su momento
y por algo totalmente diferente. De haberse llevado a cabo hoy esa barbaridad
hubiéramos visitado la cárcel.
Como premio a sus favores le ofreció un manojo de
alfalfa que se encontraba allí tirado, aunque fuera del alcance del pollino. No
se lo comió y, mientras nos alejábamos del lugar, el desamparado animal se dio
la vuelta y comenzó una serie de rebuznos indignados que, según me confeso años
después, aún soñaba con ellos.
Unos años después de aquel paseo otoñal, yo estaba
trabajando en aquella época en Barcelona y vine al pueblo de vacaciones. Un día
nos encontramos y me invitó a comer en “El Recreo”. La verdad es que me
sorprendió su propuesta, sabía bastante de su generosidad. A la hora acordada
para mover la mandíbula resultó que éramos cuatro los comensales y, como los
otros dos son personas honorables no los voy a nombrar.
Mientras comíamos y bebíamos notaba que estaba
excesivamente amable conmigo y muy dicharachero; que no escatimaba al pedir y
por eso nos traían excelentes condumios y mejores caldos. No me quiero extender
más pero al final no se comportó como al comienzo porque la cabra retornó al
monte. Nos comunicó que iba al servicio, los dos honorables y yo nos cansamos
de esperar que acabara y, al final, nos tocó pagar. Mientras nosotros hacíamos
el primo el ---- ---- se fue a la feria de Baeza, me enteré después.
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