Colaboración de Paco Pérez
El pueblo siempre ofrecía a Dios sacrificios con la intención de que les perdonara sus pecados,
agradecerle lo que habían recibido de Él
o pedirle lo que necesitaban. Si nos fijamos en los modelos que se nos presentan
comprobaremos que hay una evolución notable y adecuada para cada momento, a
través de ella se nos muestran las diferencias entre uno y otro.
Moisés
propuso al pueblo levantar un altar, colocar sobre él unos distintivos que
representaran a las doce tribus, realizar el sacrificio de animales, recoger la
sangre en dos vasijas y después rociar el
contenido de ambas, el de una sobre el altar y el de la otra sobre el pueblo.
Con Jesucristo
todo cambió porque Él fue el templo;
no se sacrificaron animales, sólo Él;
no se derramó la sangre de ellos, fue la suya; antes de Él se repetían los sacrificios cruentos; pero después de su muerte ya
no hubo necesidad de más sacrificios de esas características porque con él
quedaron perdonados los pecados de todos los hombres, los de antes y los de después
de Él.
Así fue como la vieja alianza fue
sustituida por la nueva, en aquella se comprometieron a cumplir con
Dios las normas que les propuso pero
con la última Jesús ofreció a los
hombres de todos los tiempos la salvación,
consecuencia del amor que el Padre
nos tiene.
En el acto de la “última cena” Jesús nos enseñó
a compartir los alimentos y las necesidades que la vida plantea a quienes están
a nuestro alrededor y a darles solución como hermanos. Pasan los años y la
realidad nos enseña que una cosa es lo que nos propuso, otra lo que hacemos y,
la respuesta individual… ¿Estamos dispuestos a cumplir sus deseos?
No debemos olvidar que esta actuación sólo será
posible siempre que los hombres experimenten el deseo de cambiar sus hábitos
malos, que lo hagan convencidos y que después pongan en marcha lo que Dios
desea de nosotros.
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