Colaboración de Paco Pérez
Capítulo X
ANÉCDOTAS OCURRIDAS EN ÉL-II
En
otro capítulo expuse que en este local se celebraban bodas y lo recuerdo hoy de
nuevo porque después del banquete de una de ellas fue cuando comenzó a tomar
cuerpo una acción anecdótica que bien podría ser calificada como travesura o
como acción pícara, dependerá su enjuiciamiento del grosor que tengan los
cristales que usen los lectores.
Dos
amigos, Ildefonso Jiménez García “Alonso”
o “Cabeza pepino” y Pascual Pérez
Fernández “El cabezón” (antes de
que se marchara con su familia a Barcelona), protagonizaron la anécdota que os
voy a relatar hoy, ocurrió hace ya bastantes años y entonces tenían pocos años.
Ésta no estuvo premeditada, lo que sucedió fue por casualidad pues comenzó a gestarse
después que acabara el banquete de una boda, cuando los camareros ya limpiaban
el local y los músicos iniciaban la animación del ambiente ofreciendo sus
melodías a los invitados para que salieran a la pista a bailar. En esos
momentos ellos entraron siguiendo la costumbre del pueblo con la única intención
de divertirse a su manera, es decir, jugando en aquel ambiente mientras los
mayores bailaban. Iban de un lugar a otro del local sin parar, lo hacían
mientras exploraban todos los rincones, y así fue como descubrieron que en la
empalizada de sillas que había puesto el señor Antonio para separar la parte del local destinado a la boda había
un hueco porque faltaba una. Al percatarse de ese detalle lo comentaron entre
ellos y, como les entró la curiosidad de ver lo que había detrás, decidieron
deslizarse por el hueco que había hasta el lado opuesto para así poder explorar
la parte del local que había tras la pared de sillas.
Cuando
lograron el objetivo propuesto lo primero que vieron fue el pequeño habitáculo
destinado a taquilla, fueron hasta
ella, entraron dentro porque la puerta de acceso no estaba cerrada con llave y
entonces descubrieron que encima de una mesilla estaban amontonados muchos
tacos de entradas. Como en aquellos tiempos los pequeños tenían muy difícil ir
al cine, debido a que las economías familiares estaban para dar a los hijos de
comer y para vestir pero no para ir a los espectáculos, pues aquella visión les
hizo tomar una decisión rápida y sabia: Cogerían un taco de entradas de cada
uno de los colores.
¿Por
qué tomaron esa decisión?
Porque
ellos sabían que los colores de las entradas se iban alternando y por eso,
cuando había cine, se acercaban para investigar el color que aquella noche
tenían.
Con
este procedimiento, mientras tuvieron entradas, ellos fueron los mejores
clientes del “Cine Cervantes” y los
dueños estaban encantados de recibirlos.
El
procedimiento que utilizaban para saber el color de las entradas que debían
coger cada vez que iban era muy sencillo, se hacían los remolones en las
puertas y esperaban a que se vendieran las primeras pero una noche, sin
esperarlo, se vieron sorprendidos por la novedad que descubrieron en la entrada
de un amigo… ¡¡¡La entrada estaba
taladrada y llevaba unos pequeños agujeros!!!
Como
las necesidades de la vida le hacen a la mente trabajar con rapidez pues Pascual tuvo la brillante idea de comprar
una y, con ella, irían corriendo hasta su casa para que Lucía, su hermana, les arreglara el problema. Ella, mayor que los
dos cinéfilos, sacó la almohadilla de los bolillos; cogió una aguja adecuada y taladró
dos entradas, colocando la comprada encima de las que ellos tenían y quedándose
con una ya picada para otras funciones.
Así
fue cómo lograron salvar la dificultad presentada y seguir pasando gratis al local
hasta que agotaron los tacos.
Un
tiempo después ya había mejorado el nivel de vida de las familias y esas
generaciones posteriores de espectadores ya no tenían que ingeniárselas como Alonso y Pascual para entrar al cine, ahora los peques y jóvenes sí tenían
dinero para las entradas y, además, les sobraba alguna que otra peseta para
otras inversiones. Cuando la vida discurre por esos cauces el ingenio se
desarrolla poco o nada… ¿Por qué afirmo esto?
Porque
me basta con observar la evolución que ha seguido nuestra sociedad para ver con
claridad la verdad de lo que digo. No tienen el mismo ingenio estas
generaciones porque el comercio les ofrece lo que demandan los tiempos y así las
personas jóvenes sólo tienen que meter la mano en el monedero y pagar la
diversión, aunque ésta sea una gamberrada. Esta línea fue la que unos años
después sustituyó al modelo que había en los tiempos de ellos y en los míos.
Por
experimentar la sociedad estos cambios, hubo un tiempo en el que los jóvenes
que iban al cine pusieron de moda el uso de “artículos de broma” para hacer gamberradas a las personas conocidas
y a las que no lo eran, las realizaban unos mozalbetes traviesos que no daban
la cara en el momento de la acción porque en ellas encontraron la forma de
reírse a costa de lo que hacían a los demás.
Una
de estas bromas consistía en echar sobre la enea del asiento de la silla un “líquido” especial antes de que la
persona escogida como víctima se sentara en ella sobre él. Para realizar la
acción se sentaban detrás de una fila de sillas que estuvieran sin espectadores
y cuando iban a ser ocupadas, unos instantes antes, con sigilo vertían el
líquido sobre el asiento y después ya sólo les quedaba esperar para comprobar
en directo qué sucedía. Cuando la persona llevaba sentada un tiempo el calor
corporal actuaba sobre el líquido y éste reaccionaba causando en su pompi unas
sensaciones inesperadas de calor o frío y esto, al aparecer sin esperarlo, provocaba
en las personas unas sensaciones tan raras que no se podían estar quietas y se
movían, se tocaban, se levantaban, se volvían a sentar y algunas hasta se
levantaban para salir del local. Como es lógico quienes lo habían ocasionado se
lo pasaban bomba porque sabían qué estaban padeciendo los de la fila delantera
y cuando salían a la calle el cachondeo continuaba mientras recordaban lo que
habían presenciado.
Otro
“artículo de broma” muy utilizado en locales cerrados como, el cine de invierno, para reírse fue la “bomba fétida”. La acción de tirarla no
iba dirigida contra ninguna persona concreta sino que sólo buscaban el provocar
una situación de recelo en la que los espectadores comenzaban a mirar en todas
las direcciones porque sospechaban que habían sido quienes estaban más próximos
a ellos quienes se habían tirado el “pedo”
maloliente. Para poder hacer la travesura los autores se sentaban en los
asientos delanteros al entrar al cine y, cuando empezaba la película, se
levantaban para acomodarse en la parte trasera. Durante el recorrido que
realizaban por el pasillo central para ir a la parte trasera iban soltando
alguna bomba que otra y cuando caían ya se metía el follón.
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