Colaboración de Tomás Lendínez García
Capítulo II
EL VIEJO MOLINO DE MI ABUELO
A
la caída de la tarde, con la sombra de los terrones, los aceituneros volvían al
pueblo. Lentamente, la escarcha blanca y crujiente comenzaba a caer cubriendo
la campiña, las calles y los añejos tejados, mientras alguna lechuza con su
vuelo silencioso y pausado se dejaba caer por caballetes y chimeneas, haciendo
creer al sencillo y supersticioso labriego con el lúgubre siseo de su canto, el
presagio de alguna cercana desgracia. En alguna que otra casa se escuchaba el
sonido del almirez como preludio de la humilde cena que el ama preparaba junto
al fuego del fogón.
Con
la primera luz del amanecer el pueblo despertaba, el aroma del pan recién
cocido llegaba desde el cercano horno de Joaquín
Delgado, después de “Los orugas”,
y hasta él iban las clientas. Casi siempre, una de las primeras que entraba era
Mariquita, a la que se le apodaba “La Caeja”. Esta señora vistió siempre
con un hábito de color marrón, por alguna promesa que hizo a la Virgen del Carmen, y cubriendo su
encanecido pelo con un pañuelo negro que anudaba debajo de la barbilla. Cuando
entraba al horno llevaba en una mano la talega del pan y en la otra la llave de
su casa, la que por su tamaño y peso parecía pertenecer a un legendario
castillo más que a una humilde y pobre morada.
Por
la empedrada calle, resbaladiza por el trasiego del “molino”, comenzaban ya a transitar las cuadrillas de aceituneros,
los carros y las yuntas camino del olivar.
Hombres
de rostros atenazados, de rasgos duros marcados por los profundos surcos de las
arrugas que el duro trabajo y las inclemencias del tiempo les habían ido
dejando en ellos. Mujeres cobijadas en sus prendas de abrigo, toquillas y
largos refajos; cubiertas las cabezas con pañuelos de percal floreado y
llevando bajo el brazo la esportilla de esparto. Después de marcharse las
cuadrillas quedaba todo el pueblo sumido en un profundo y hondo letargo,
durante la temporada de recolección esto era lo que lo caracterizaba.
Algo
más tarde llegaban al “molino” los
mozos del relevo, sustituyendo a los de la noche y, aproximadamente, a la hora
del Ángelus ya comenzaban a llegar
los carros y las yuntas con las primeras aceitunas recogidas en el olivar.
Antes
de ser depositadas en los “trojes”
se pesaban en la báscula que a la entrada del patio estaba y después, una vez
vaciadas en ellos, se hacía la destara de los “capachos” de esparto en que habían llegado envasadas. Después
regresaban de nuevo al olivar con la “jerga”
vacía y si habían cogido al llegar suficiente aceituna regresaban de nuevo con
otro “porte” para que por la noche
no quedara aceituna sin traerse del olivar para evitar que la robaran.
La
prensa de los molinos aceiteros de “torre”
era igual que los de “torrecilla”,
el de mi abuelo, y la diferencia entre ambas estaba en que en los primeros
sobresalía del edificio del molino y
en los segundos era más pequeña y quedaba dentro de él.
Con
el paso de los años el modelo de las prensas fue cambiando porque lo que se
buscaba era aumentar la presión sobre el “cargo”
para que así quedara menos aceite en el orujo y la producción fuera cada vez
mayor.
En
nuestro pueblo el primer modelo de molino
fue el de “viga y husillo”, con él
la presión que se ejercía sobre el cargo era de 2,5 Kgs./cm2 y estuvo situado
en la confluencia de las calles conocidas como Miguel Torres “Callejón de
los lagartos” y Granadillos, en
ese solar se construyeron hace unos años cinco casas adosadas. El molino del
abuelo era de “torrecilla, este
modelo era un avance sobre el anterior y tenía una presión de 3,5 Kgs./cm2. A
finales de la década de los CINCUENTA se fundaron las cooperativas aceiteras de
“San Juan” y “Cristo de la Salud” en ellas ya se utilizó la “prensa hidráulica”, con este modelo la presión alcanzada era de 62,5
Kgs./cm2.
Este
último modelo fue un gran avance sobre los anteriores porque la diferencia de
presión ejercida sobre los “cargos”
hacía que con esta última el “orujo”
llevara mucho menos aceite. Finalmente, para sustituir a la “prensa hidráulica”, apareció el modelo que hay ahora y que es conocido como “sistema continuo”.
Una
vez que la recolección terminaba, entonces el abuelo cerraba la puerta del
molino, que con su casa comunicaba, con la llave de vuelta y vuelta, en
previsión de alguna visita doméstica no deseada. Después, durante un tiempo y sin
prisas ni agobios, se iba desnudando de sus borras el aceite en las panzudas tinajas.
Recuerdo
que en la puerta, en la parte que rozaba con el suelo, había un agujero redondo
como un queso, era una gatera para que los gatos, a su voluntad, entraran y
salieran del molino y allí plácidamente dormían y disfrutaban de lo que en la
cocina rapiñaban sin temer a alguien que pudiera reprenderles.
Lejanas
campañas de aceituna con evocadores tiempos pasados, de lejanos inviernos de
días de lluvia, de noches de Enero con su pálida y fría luna, de fogatas de
leña de olivo que se consumían y crujía en el acampanado fogón, de ricos guisos
aderezados con oreja y pata de cerdo y de crujientes y doradas migas que se
acompañaban con rodajas de melón de cuelgue.
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