Colaboración de Paco Pérez
EL HAMBRE Y LAS GAMBOAS
Un
día más el buzón de la correspondencia de casa fue visitado por Juan José Castillo Mata “El
Espartero” para dejarme en él cinco folios manuscritos con los
recuerdos y los detalles de su nuevo relato.
En
esta ocasión los hechos también ocurrieron durante los meses de verano, él los
sitúa entre 1952 y 1954, porque como en esos meses los
días eran interminables al no tener que ir a la escuela pues les sobraba tiempo
para jugar en los lugares de siempre, contarse sus penas, planear sus
travesuras y ejecutarla.
Ese
día, Juan José tuvo otros compañeros
de aventuras porque fueron los únicos que se presentaron esa mañana al lugar de
siempre a jugar, todos los días acudían muchos pero en esta ocasión sólo lo
acompañaron José Álvarez Cintas “Maino”, fallecido, y Cristóbal Torres “Tobalico Lulú”.
¡Vaya tres patas
para un banco!
Cansados
de jugar nos sentamos a descansar debajo de un árbol pues en esas fechas
todavía seguíamos teniendo más hambre que un caracol pegado a un espejo, se nos
abría la boca con frecuencia, el tema de la comida apareció en la conversación
y José nos dijo:
-
A estas horas una gamboa nos vendría
muy bien y es lo único que podemos pillar si nos damos una vuelta por el “Huerto de José”, está a dos pasos de
aquí.
Tobalico no estaba muy
convencido de ir al huerto y dijo:
-
Es una mala hora, puede estar José
allí haciendo cosas y ya sabéis que nos tiene prometidos unos cuantos
garrotazos cuando nos pille cogiendo cosas.
Yo
tenía hambre, y como no pensaba en los garrotazos, di mi opinión positiva y les
dije:
-
Si está José y nos ve salimos
corriendo, nosotros somos más rápidos que él y no podrá pillarnos.
–
Llevas razón, así que en marcha – Tobalico
cambió de opinión en unos minutos.
Para
que no nos viera bajamos por detrás del Cementerio
hasta la casilla de Miguelillo “El Pintao” y nos subimos hasta el
huerto escondiéndonos por las cañas que crecían en ambas orillas del arroyo.
Estas
visitas al huerto eran frecuentes pues el hambre había que matarla con algo y
los “membrillos” de José arreglaban la necesidad aunque nos
costara mucho trabajo tragarlos porque estaban muy “hogaizas”, nombre que le pusimos por lo de “gamboas”… ¡Había que tener muchas ganas de comer para atreverse con
ellos!
De
lo que nosotros estábamos sobrados y sí podíamos regalar era hambre, por eso
hacíamos aquellas travesuras. Normalmente, lo hacíamos en la siesta y para
ponernos de acuerdo decíamos:
-
¿Bajamos hoy a por unas cuantas “hogaizas”?
Como
nuestras bajadas al huerto tenían a José muy cansado pues desde su casa
vigilaban los árboles frutales y lo que tenían plantado. El error de aquel día
fue hacerlo a una hora tan temprana y coincidió que ese día estaba en la casa Sebastián, el hijo de José, él tenía la misma edad que
nosotros.
En
aquellos años no había en esa zona los cocherones que hay ahora, solo había tierra
calma y el edificio del “Matadero
Municipal” y por eso hicimos la bajada tan alejada pero no nos valió porque
al estar la casa de José en alto desde ella Sebastián tuvo una visión muy buena, nos localizó antes de llegar y
comenzó a bajar hasta el huerto escondiéndose y, cuando estábamos en plena
faena, salió corriendo desde lejos hacia los árboles y dando voces.
Nosotros,
al sentirlas, salimos corriendo en dirección contraria, nos fuimos hacia las
eras de la “Dehesa”, corríamos más
que los gatos que trepan una olla y sin soltar las “hogaizas” que ya habíamos cogido pero él tampoco estaba cojo y
venía detrás pisándonos los talones. Al llegar a la “Casilla del Caejo” decidimos separarnos y continuar por sitios
diferentes, esa decisión fue la que nos perdió pues si hubiéramos seguido
juntos y nos hubiera alcanzado, lo que dudo que ocurriera porque le llevábamos
mucha distancia, no hubiera pasado nada porque éramos tres contra uno. Lo
hicimos porque como lo nuestro era correr pues confiábamos en que no nos alcanzaría
y no pensamos que seguir juntos era lo mejor.
Al
separarnos Tobalico tomó el camino que
iba para “El Baldío”, José continuó corriendo detrás de mí
pero debió de sentirse cansado al llegar a la carretera de Torrequebradilla y se metió en una alcantarilla, yo la crucé y me
fui para el “Cerro Pino”.
Sebastián observó desde
lejos cómo se escondía José en la alcantarilla,
lo cogió, le hizo comerse las “hogaizas”
que llevaba y, cuando acabó con la última, se puso muy malo… ¿Qué ocurrió?
Pues
que empezó a vomitar, Sebastián se
asustó al ver lo mal que estaba y comenzó a llamarme:
-
¡“Esparterooo, bajaaa, que “Maino” está
muriéndose!
Como
en aquellos años sólo se ponían olivas en las cabezadas pues el resto era
tierra calma y, como él me tuvo que ver subir hasta las olivas más cercanas,
pues se imaginó que yo estaría escondido debajo de alguna de ellas y no se
equivocó. Durante unos minutos estuve hecho un lío pues no sabía qué hacer pero
en vista de lo que decía pues me decidí a bajar y me dejé las “hogaizas” debajo de la oliva por si
acaso. Cuando llegué hasta donde estaban ya no vomitaba José, se quedó mirándome muy fijo y yo a él porque esperaba que me
dijera algo pero no abrió la boca, por eso creo que su silencio y aquella
mirada fija y prolongada era para decirme:
-
¡Vaya panzá de “hogaizas” que me he
dado!
Después
de estar en silencio los tres durante un rato José comenzó a reír, cada vez con
más fuerza, y nos contagió también a nosotros hasta el punto de que los tres
reíamos como tres chalados y ninguno sabíamos porqué lo hacíamos.
Una
vez recuperado el enfermo regresamos al pueblo charlando y lo ocurrido sirvió
para que nos hiciéramos muy amigos. Otro día nos invitó Sebastián a que
bajáramos al huerto para coger unas “hogaizas” y “Maino” le dijo:
-
¿Qué has dicho?
No me las mientes, las he
aborrecido, no pruebo ni una más hasta el año que viene y entonces ya veremos
si tengo gana o no.
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