Colaboración de Tomás Lendínez
Al
desempolvar mi memoria recuerdo a aquel Villargordo de entonces, años duros y
difíciles de la posguerra, cuando tanto en un lado como en el otro había resentimiento y rencor, miedo en el
bando vencido y, en el otro, familias adineradas que sufrieron la persecución e incluso la muerte de algún familiar.
Éstas,
que aquí vivían, cerraron sus casas a cal y canto y se marcharon para instalarse
en la cercana capital, quedándose en el pueblo sólo algunas. En algunas de esas
familias estaba muy arraigado el clasismo y, además, algunas señoras habían
quedado viudas por lo reseñado anteriormente y por eso hacían una vida de
claustro, al estilo de Bernarda Alba, en las antiguas casonas de labranza.
Tenían
siempre las puertas cerradas con llave y tranca, salían sólo en contadas
ocasiones para ir a la iglesia de visita o a misa de alba y, cuando lo hacían,
iban eternamente vestidas de negro.
El
oscurantismo de la época les hacía ser reservadas, ariscas y distantes con los
hombres pues tenían siempre muy presente el modelo de relaciones que había
entonces con ellos, idea apoyada por una religión arcaica, supersticiosa e
irracional que les hacía vivir siempre con el temor al qué dirán.
La
parroquia estaba atendida por D. Luís Celdrán
Lozano “El Berenjeno”, un cura
mofletudo y barrigón que estaba ayudado por el sacristán.
Este
hombre era de expresión alegre, boca desdentada que estaba adornada por unos
cuantos dientes amarillentos y desgastados como las fichas de dominó que había
en el bar de “Gafas” y que usaba la
clientela. Él barría la iglesia, tocaba las campanas y atendía a las beatas cuando
iban a encargar una misa de difunto y, con sus chirigotas, les hacía exclamar:
-
¡Este hombre es un santo!
En
un corralón, un vecino e hijo del pueblo, instaló un cine de verano. En esos
meses proyectaba películas de los actores y artistas españoles que entonces
estaban más de moda, preferentemente las de Imperio Argentina, Estrellita
Castro, Miguel Ligero, Tony Leblanc, Joselito... Los títulos que aún se recuerdan: A mí la Legión, Escucha mi
canción, Los ladrones somos gente
honrada, Marcelino Pan y Vino…
También
son inolvidables “El hotel de los líos”,
con los Hermanos Marx o “Casablanca” con Humphrey Bogart e Ingrid Bergman.
Por
aquellos años aún era frecuente encontrar por nuestras calles a esas mujeres que,
vestidas a la vieja y tradicional usanza, vestían con el refajo de amplio vuelo
que al ajustarse se rizaba el tejido; cubrían la cabeza con el tradicional
pañuelo negro que anudaban bajo su barbilla, lo usaban como señal de duelo y ya
difícilmente se lo quitaban. Mujeres que prematuramente envejecidas por el
trabajo, las privaciones y por haber traído al mundo y criado a media docena, o
más, de niños.
En
el interior de la pequeña y blanca Ermita también era frecuente encontrarlas cumpliendo
durante algunos días las promesas que se echaban, allí estaban recluidas desde
que la abrían hasta que la cerraban y se postraban ante la pequeña imagen del
Cristo para sus rezos o peticiones, los que interrumpían cuando alguien entraba,
y después, cuando salían del recinto, ellas se mostraban curiosas y giraban la
cabeza para observarlos. Quienes entraban salían rápidamente porque las señoras
que allí había despedían el característico tufo de quienes no se lavaban y
tampoco se mudaban de enaguas pues las llevaban puestas por el pueblo durante
una larga temporada.
Cuando
llegaba el atardecer se las veía caminar bajando la pequeña calzada de vuelta a
sus casas, estaban macilentas, mostrando una expresión dolorosa, los ojos
humedecidos por el temor supersticioso de haber cumplido y de haber realizado
la petición o de dar las gracias por el favor recibido.
Eran
los años que ahora son tristemente recordados como los del “hambre”, los que se vivieron bajo la
impuesta y oscura dictadura.
Durante
ellos, al atardecer, se veía por las esquinas y por las tabernas a los braceros
del campo, hombres marginados y humillados, física y moralmente, que daban el
jornal ganando lo justo para poder subsistir en el empeño de sacar a la familia
adelante.
Fueron
años de cartillas de racionamiento, de hambruna y de miseria que hizo surgir a
los especuladores de siempre y éstos, aprovechándose de la situación,
comerciaban y traficaban con la necesidad de los más desfavorecidos y así
lograban su enriquecimiento y ascenso social. Eran prestamistas que vendían su
dinero a un alto interés y que ellos, en caso de que no pudieran cancelar la
deuda quienes se lo pedían, ya se quedaban con la fianza que los otros habían
puesto en el documento: una cuerda de
tierra, olivar o una casa.
El
Ayuntamiento estaba regido entonces
por caciques de pacotilla que eran adictos al nuevo régimen político que
gobernaba España y que se ponían de
perfil ante esos desmanes.
Así,
a grandes rasgos, era aquel Villargordo
de los años de la posguerra, los que siempre serán recordados por el hambre que
se pasó.
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