Colaboración de José Martínez Ramírez
Capítulo II
Cuando
los vi llegar aquella madrugada, en medio de la mar muy en calma, lo primero
que hicieron las gaviotas espantadas del puerto fue sobrevolar mi cabeza, con
el riesgo que ello conlleva. La embarcación de Salvamento Marítimo atracaba con
destreza en el lugar habilitado para ella.
Se
fueron bajando para ser atendidos por los servicios sanitarios, algunos venían
con sarna… Sus grandes ojos, donde resbalaba la luna llena ; tan grandes y
atemorizados, como un niño abandonado. Perdidos en la luz de mi planeta sórdido
y putrefacto ; mundo de sambenitos,
de odio y vergüenzas; de traiciones y zancadillas… Mundo donde al cabo de los
siglos le han cambiado el nombre a la mentira.
Con
suerte caerán en manos de algún empresario honesto; quizá en las de un gañan y
se aprovechará de ellos o tal vez en una red de trata de blancas, en este caso
acabarán en un antro de perdición y sin retorno, establecimientos donde se
prohíbe ejercer el oficio más viejo del mundo, los que todos sabemos que están
ahí con ese fin pero que todo el mundo mira para otro lado y así, de esta forma
u otra, sus sueños se irán al carajo. Más o menos, un poco, como a todo el
mundo.
La
luna estallaba en sus ojos añil.
Grandes
como la paz de la primavera.
Los
delfines de su boca tan pequeña,
asaltaban
inquietos mi poco de marfil.
La
mar, creo, se sentía culpable y gentil.
La
luna gritaba inútil, niñas pequeñas.
Y
todos nosotros con guantes y ceguera,
de
camino hacia la Cruz Roja de Motril.
A
fin de que médicos y demás atendieran,
a
esta gente cansada, joven e infantil.
Dónde
llegará tanta pobre inocencia.
Madrugada
de luz triste, oscura, y ginebra.
Me
gustaría inventar otra vez el candil.
Tanta
luz y tanta amabilidad no es buena.
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