Capítulo II
CORTIJOS BLANCOS: ALMENARA
Fuente: Evocando Jaén
Autores: “Cerezo” y “Vica”
Cuánto y qué bien escribió mi
inolvidable amigo Rafael Ortega Sagrista de los cortijos jiennenses, de
nuestras caserías, de nuestras casas de labor huertanas, de las mansiones
señoriales solariegas y de las humildes casitas de labriegos. Sus palabras eran
pinceles que plasmaron en los lienzos de las cuartillas los más bucólicos
paisajes, tan impresionantes como los óleos salidos de la inspiración de
nuestros mejores artistas.
A poco que el observador se sitúe en
alguna de las atalayas de nuestra ciudad, puede ver, casi a tiro de piedra,
esas casitas blancas destacando entre el verde de los olivos y el ocre de las
tierras de labor. Sobre las lomas o colgadas a las faldas de nuestros montes
cercanos, o en los llanos de las vastas campiñas. En la inmensa naturaleza, son
como esas casitas de corcho que los niños siguen poniendo en los belenes.
Los modernos hotelitos y chalets están
relevando la rústica estampa de los viejos cortijos. Pueden las nuevas
construcciones ganar a las de antaño en comodidad pero jamás en su viejo sabor
rural ni en su eficiencia. Cuando yo era un chiquillo de apenas diez años
recuerdo la relevancia del Cortijo de los Naranjos. Yo, que me crié en casa de
mi tío Felipe Sánchez Oñate, merodeaba continuamente por el taller de aladrería
y allí menudeaba sus visitas un hombre fuerte, de poblado y negro mostacho, que
le llamaban Angulo. Era el capataz de los Naranjos y solía ir a encargar los
aperos de labranza.
Oía hablar de aquel cortijo y sentía
una enorme curiosidad por él y una contenida admiración. Debía ser algo grande,
y en realidad lo era, aunque yo nunca lo conocí. Y había otros grandes cortijos
y caserías, como la de Ochoa y la de Vereda, realmente señoriales. Caserías con
nobles señas de identidad que aún conservan sus blasones.
Y esos otros cortijos de largos y
bajos tapiales, de graneros cubiertos con tejas de arcilla, con espaciosas
habitaciones de techos surcados de vigas vistas, largos poyos y pesebres en
hilera, y de ancha chimenea bajo la cual permanecen perennes las trébedes
siempre dispuestas a poner el yantar para los braceros. Amplios corrales donde
las gallinas revolotean a ras de tierra y los sorprendidos conejos emprenden la
huida ante la presencia de un extraño.
Uno de estos blancos cortijos es el
que nos ofrece hoy la pluma de Paco
Cerezo. Concretamente la Cortijada
de Almenara, situada en la campiña justo al término de Jaén y en las cercanías de Villargordo,
la tierra natal de Cerezo. Una
serena estampa campestre, bajo el sol de Andalucía
que saca dorados de las tejas y despierta a la sed del rebaño. Buscan las
ovejas la caricia húmeda que abanica el pozo, cuyo pétreo brocal acusa el paso
del tiempo y los fenómenos atmosféricos.
Las ovejas degustan los tímidos brotes
de hierba fresca que nacen empujados por la humedad del agua del subsuelo,
mientras los grillos, vigilantes, no dejan de cantar camuflados bajo las
calientes piedras, completando el concierto del estío el aburrido balido de una
ovejita somnolienta que saca a la indolente cigarra de su letargo congénito.
Hombres morenos, con la piel quemada
por muchos soles, andarán ajetreados entre
las mieses, arrancándole a la tierra el pan bíblico que será cortado en
la mesa y humedecido por el aceite y el sudor a partes iguales. Luego, vendrá
la noche, y el cortijo parecerá un convento donde los labriegos, caseros y
amos, harán colación en familiar recogimiento. Serán estirados los jergones que
acogerán amorosos los cuerpos cansados por la dura faena.
Las estrellas de la noche harán guiños
a las toscas chimeneas, que también dejarán de humear hasta la aurora en que la
olla del café se posará sobre las trébedes a la espera de ser vertido en un
rústico cuenco y sopado con pan asentado. Hasta entonces, las pequeñas
avecillas del campo darán su pregoncillo de trinos en el que el viejo búho
destacará con sus notas de bajo poniendo en la noche del verano ecos de una
evocadora canción sureña.
Ahora les mostraré una foto del POZO
y en ella se puede comprobar que con el paso de los años aún permanecen los
mismos detalles que reflejó Cerezo y, como novedad, la higuera que le da
sombra.
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