Colaboración de Juan Trinidad Carretero García
Sin darse cuenta habían llegado casi al lugar,
unos cuantos kilómetros los separaban, la llanada se extiende interminable
entre suaves altozanos que circundan la campiña, a un lado se abre paso el
perezoso Guadalquivir, cierran el marco la pincelada azul y abrupta de las
cumbres de Mágina y la Sierra Sur de la provincia, a los lados
verdea un trozo sembradizo entre los rectángulos de los inmensos olivares, se
apacienta una mula entre los tonos verdes que las primeras lluvias de otoño han
hecho brotar sobresaliendo del estival rastrojo, ladra un perro en la lejanía
de un blanco cortijuelo y reconoce el gavilán, siempre posado en el mismo poste
telegráfico, al mochuelo vigilante sobre la atalaya de un majano y al conejillo
que siempre cruza la carretera en la misma curva cerrada.
Déjalo, vamos para casa, es un rodeo innecesario,
tenemos que desviarnos demasiado de nuestro recorrido, no puede evitarlo, se
siente un deseo irrefrenable, no vuelvas nunca -le dijeron sus ancestros- aquí
solo encontraras ruina y miseria, esta tierra está maldita. Tanto tiempo, solo
vagos recuerdos infantiles, recuerdos revividos más tarde por la memoria de los
mayores que nos contaron tantas historias en sus cortas visitas al lejano país
donde acabó siendo tan joven, huyendo la familia de la miseria de posguerra,
parece que venimos de otro tiempo, que venimos quizás de la insondable
eternidad pretérita, tantos lugares y nombres mezclados en la cabeza…
Recordados sólo por fotos en blanco y negro, la plaza, la esquina del reloj, el
paseo, la ermita, el colegio, la tienda de la familia Zamora, comestibles la
Emiliana, el Ayuntamiento, el cine de la tía Paca, los abuelos, don Luis el
maestro, don Ramiro el médico, Paco Huertas el retratista, Frascuelo, Manolo de
Visitación y sus coplillas de carnaval, Anilla la quiosquera, Joselito
bandoleras, don Luciano el alcalde, las familias que tenían nombres de clanes
hacendados (los Mateos, los Avelinos, los Camachos…); lugares que recorrimos
vagabundeando como personajes de Mark Twain: la Vegueta, el Baldío, enfrentados
el Cerro Jaén y el Cerro Mengíbar, Carchenilla, los Llanos, las huertas del
Guadalbullón, el Salado y sus eternas grajillas, el Torrejón y su legendario
gavilán, Peña Acostá, el Cerrillo Blanco, Pozo Ancho, Villa Conchita, los
árboles que trepábamos en nuestras correrías, el taray del soto de Méndez, la
chopera del huerto de Canallilla, los olivos centenarios del camino de
Almenara, los granados y perales del huerto de José, las moreras de la
carretera de Las Infantas, el álamo inmenso de la curva de Maquiz, los cipreses
inmortales del Cementerio, el eucalipto de Villa Conchita, el pinar de Pozo Ancho,
los chaparros del Turumbillo y sus hierbas montaraces entre tomillos, romero,
lentiscos, la menta en los paredones del Arroyo Salado, la caza de pajarillos
inocentes atraídos por la hormiga de ala prisionera en el cepo de una costilla,
la caza del zurreón veraniego, del grillo, de la salamanquesa, de las ratas del
Arroyo del Chorreadero, los partidos de fútbol interminables en cualquier plaza
del pueblo, en las eras de Millán o de los Joses, en el cerro de San Cristóbal…
Todo agolpado en la imaginación y recae sobre nosotros la eterna pregunta sobre
el misterio ignoto de la mente, como recordar aquellas peripecias, rostros,
lugares tan lejanos y no poder citar lo que hicimos ayer por la tarde o hace
una semana, la respuesta el tópico de que siempre quedará algo que la ciencia
no alcance a explicar para que exista la poesía que diría mi admirado Bécquer.
Quizá eso es lo que me trae de vuelta aquí,
aquellas gentes que consiguieron que los momentos de una vida cotidiana en un tiempo pasado (no sé si mejor o peor)
merezcan ser gratamente y por siempre recordados. Para eso volver para
recordar, volver para no irse, volver para soñar y siempre despertar.
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