Colaboración de José Martínez Ramírez
Desde
pequeño contemplaba desde Villargordo una sierra azul, quieta, en un horizonte
muy lejano. Mientras las golondrinas jugaban conmigo dibujando cabriolas… ¡Qué bueno sería poder volar hacia ella!
Hace
unos días me invitaron a cazar, como acompañante, un “macho montés” en Sierra
Mágina. Cuando era más joven, ante tal circunstancia, no hubiese conciliado
el sueño pero como ya hay pocas cosas, o eso creo, que me sorprendan dormí como
un lirón.
El
cazador fue puntual llegó al lugar donde quedamos a las seis en punto y, tras
los saludos de rigor, nos dirigimos hacia el cazadero. Subimos por un
cortafuegos, donde lo poco que se veía era gracias a un pequeño plátano que la
luna dejaba ver. Y las piedras sueltas, debido a la erosión, sobre las que
malamente caminábamos nos decían que lo hiciéramos con mucho cuidado.
Cuando
el sol se adivinaba en el horizonte por las crestas del Aznaitín, el cazador y su acompañante ya se encontraban a pocos
metros de la cima y entonces, en ese momento y lugar, un autillo nos saludó con
su diminuto y exacto ulular, aunque no pudimos observarlo, lo acompañaba una
perdiz, serrando y dando reclamos, y una lagartija cerca del pie me recordó que
no estábamos solos.
El
cazador me aconsejó que dejara de hablar de otros animales y me señaló hacia el
este, donde había varias cabras encaramadas sobre unas riscas. No observábamos
ningún macho a lo lejos, caminábamos a fin de acercarnos y parábamos de vez en
cuando; ya estaban a unos setecientos metros. Miro con la ayuda de los
prismáticos y observo que una de las montesas tiene sarna, aunque no advertí
ningún macho que fuera digno de gastar el precinto. El cazador me dijo que lo
conveniente sería abatir al animal enfermo para que no contagiara a los otros,
me propuso fijar la atención en las sanas y que, si lo hacía, observaría cómo éstas
estaban a unos cincuenta metros de la enferma.
De
una encina, fascinante por su tamaño, salió un búho real y vimos como se alejaba
con su imponente y silencioso vuelo en dirección norte hasta perderse entre la
espesura del encinar.
Cuando
el sol nos obligó ya a quitarnos la manga larga paramos a tomar un bocado, lo
hicimos con la ayuda del vino de Pegalajar que había en mi bota. En aquel
remanso de silenció, perturbado sólo por el ruido que hace el vino cuando cae
en la boca desde la bota, recordé al Dios Apolo rodeado de claridad y armonía.
Ahora,
repuestas las energías perdidas, el cazador se ha levantado y ha puesto rumbo
hacía la sima, este monte está a menor altitud. Vamos a ver si allí hay suerte,
dijo al salir.
Procurábamos
no hacer ruido mientras caminábamos, aunque no era fácil debido a lo abrupto
del terreno y a las piedras sueltas. Observé algún arce con sus claras hojas y un arrendajo
me dio un susto tremendo cuando pasamos por la espesura de coscojos. El cazador
subió a una peña y me señaló hacia unas higueras para decirme que allí estaba
la cueva de “Berenjeno y su cuadrilla”
y que dentro ella, a su vez, había otra pequeña cueva donde se podía probar el
agua de una fuente.
Decidimos
dejar las visitas para otro día pues llevábamos cuatro horas caminando y nos
quedaba otra para llegar al coche.
Regresando
hacia el coche le dije al cazador que, casualmente, hacía pocos días que conocí
al nieto de otro maquis famoso, Tomás
Villén Roldán “Cencerro”. Éste,
para unos fue un héroe y para otros un asesino, la misma historia de siempre.
Aunque
sin trofeo, nos dirigíamos al coche caminando con alegría porque íbamos llenos
de la luz y del verdor que nos regaló este 25 de abril, festividad de San Marcos.
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