Colaboración de Paco Pérez
La
muerte de Jesús debió ser impactante, de manera especial, para quienes lo
conocieron con más cercanía e intimidad y también para las gentes sencillas que
lo habían amado por sus obras y seguido hasta el último momento en su desgracia.
Ese
final no lo esperaba nadie porque un hombre que pasó su vida haciendo el bien,
amando a todos los hombres y perdonando no tenía que haber sido tratado como si
fuera un delincuente y por esta circunstancia mucha gente se preguntaba… ¿Cómo pudo abandonarle Dios y permitir que
acabara así?
En
estas situaciones es cuando el hombre no comprende por qué ocurren las cosas y
entonces, a veces, es cuando lanza contra el Padre esas increpaciones.
Los
discípulos reaccionaron huyendo, temerosos de que hicieran con ellos, y muy desconcertados.
Unos
días después les sucedió algo que los transformó y que es difícil de explicar, lo
fue antes y lo es ahora. Los que se fueron asustados hasta Galilea regresaron a
Jerusalén llenos de fuerza y con ella, en nombre de Jesús, proclamaban sin
miedo que Él estaba vivo.
Las
gentes sencillas no habían comprendido lo ocurrido y por eso todos los
habitantes se preguntaban, al ver la reacción que tuvieron:
-
¿Qué les ha hecho cambiar a éstos?
Ellos
sólo les decían:
-
Jesús está vivo. Dios lo ha resucitado de
entre los muertos.
Este
mensaje lo afirmaban totalmente convencidos, sin dudarlo. Esa seguridad les
permitía permanecer unidos; a diario, en las celebraciones y cuando eran
perseguidos.
Recordemos
que a las mujeres se les dijo:
- ¿Por qué
buscáis entre los muertos al que está vivo?
No
debemos pensar que Jesús resucitó para seguir viviendo la vida igual que antes
de ser crucificado sino como un paso previo para entrar de manera definitiva en
lo que le esperaba junto a Dios, una situación nueva donde la muerte no tendría
ningún poder sobre Él, es decir, seguía siendo el mismo pero no el de antes.
Por esta razón, cuando se les aparece se comporta como una persona normal pero
no lo reconocen, en ese momento, mientras les habla; estaba junto a ellos pero
no permanecía a su lado, se marchaba; era real, pero ya no convivía con ellos
como en el pasado... No tenían dudas de que era Jesús pero sabían que la nueva
realidad era diferente.
Jesús,
que era hombre, sufrió como cualquier otro hombre al conocer que su vida
terrenal tendría el mismo final que la de todos los humanos; en ese momento
Dios acudió en su ayuda y le regaló su nueva vida. La grandeza de Dios está
justamente ahí, en ese acto que regaló a su Hijo.
Los
humanos, en su mayoría, lo entendemos como un final sin continuidad pero la “Muerte y Resurrección” de Jesús nos
enseñan que debemos vivir con alegría y
fe, sentimiento que se despertó en los discípulos cuando tuvieron la suerte
de ver a Jesús después de morir. Entonces
fue cuando comprendieron el verdadero sentido de la vida, en ella la muerte no
es el final de todo sino el principio de algo nuevo, diferente y mejor.
Hay
quienes se empeñan en dejar reducidos los acontecimientos finales de la vida de
Jesús a un “hecho histórico” pero la
realidad es bien diferente, es un suceso en el que se fundamenta la creencia de
que Jesús es Hijo de Dios y que, a
su vez, fue un hombre como nosotros.
Aceptando
esta realidad bíblica nuestra vida se llenará de esperanza y fe para no
defraudar al Padre. Los primeros cristianos pensaban así y trabajaban para disfrutar
del Reino cuando les llegara el momento de cruzar la frontera que separa la VIDA de la MUERTE. La resurrección de la humanidad se contempla en 1Cor 6,14: [Dios, que resucitó al Señor, nos resucitará también a nosotros por su
fuerza.].
Pedro
dio testimonio de la Resurrección de
Jesús y, cuando lo hacía, les comentaba que los discípulos elegidos por Él,
después de resucitar, comieron y bebieron
en su compañía. También les habló de que sólo ellos tuvieron la suerte
de verlo y que recibieron el encargo de predicar a todos los hombres.
Con
la Muerte y Resurrección de Jesús aprendemos que ambas nos marcan los puntos
de final e inicio de etapas diferentes y que somos invitados a realizar los
deberes terrenales para que después, cuando acabemos aquí, seamos acogidos allí
porque supimos renunciar a lo terrenal.
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